18/09/2007

«No me desaparezcan»

Imagen: Sub Coop
«No están vivos, no están muertos, no están, no son», frase representativa de un genocidio que implanta la naturalización de una realidad macabra: la realidad de hacer desaparecer, de generar una «zona de penumbra» y de incertidumbre desesperante. Crear desaparecidos, crear uno, dos, cientos, miles, construir planificadamente esa figura y depositarla en los márgenes de una sociedad. Hace un año esta sociedad tiene en su médula a un nuevo desaparecido: Jorge Julio López. Dos veces en su historia ha sido desaparecido. Que la impunidad y el olvido no habiliten su tercera vez.


Repetía «no están más» el represor Jorge Rafael Videla ante las cámaras. Muestra infalible de cuáles eran los objetivos intrínsecos al terrorismo de Estado de la última dictadura militar.

El sistema represor organizó la estructura indicada para aplicar los tormentos y asesinar: parte de los campos de concentración en Argentina constituían «lugares en apariencia anodinos e inocentes, talleres, escuelas, garages, fábricas pequeñas, oficinas públicas todos ellos convenientemente reciclados constituyeron sedes ocultas y disimuladas donde se desplegaron, de modo planificado, crímenes y torturas». De este modo consolidaban uno de los fines necesarios de la instauración del terrorismo de estado: destruir toda «oposición armada, política, ideológica». Someter a miles de mujer y hombres de diferentes organizaciones a un plan de exterminio. Segregarlos en plena desesperación para arrancarlos de la posibilidad de construir otra sociedad.

Así, «se va arrancando la existencia y con ella toda huella de su existencia», expresa el ensayista Claudio Martinyuk en su libro «Esma, fenomenología de la Desaparición». El autor plantea aquí, de algún modo, los objetivos que la última dictadura militar debía alcanzar para cumplir con la totalidad de su metodología represiva: secuestrar, torturar sin limites, apropiarse de los bebés nacidos en cautiverio y desaparecer. Hacer «nada», no dejar rastros, esfumar y luego sí afirmarle al mundo la frase que marcará la terrible impunidad de los represores: «No están, no son». Expresión inaudita y tétrica. Creación de una categoría que, lejos de ser el invento de un demente, implicó una construcción netamente política y planificada. El represor Videla, naturalizaba en esa explicación una medida que ya había sido implementada por el nazismo a través del decreto Noche y Niebla acordado el 7 de Diciembre de 1941 donde «se establecía el método de las desapariciones forzadas». En la década del 70, el terrorismo de estado, retomó esa práctica nazi sin dudar y desplegando la infraestructura necesaria: «Una intimidación efectiva y duradera solo se puede conseguir mediante la pena de muerte o mediante medidas que dejen a los familiares y a la población en general en completa incertidumbre sobre la suerte de los infractores», decía la carta del Mariscal Keitel, encargado de formular tal decreto. «Prisioneros de noche y niebla», «esfumados», «no son» repetirían los genocidas, herederos leales del nazismo.

Los gobiernos constitucionales, desde 1983 a esta parte, se encargaron, uno a uno, de desconocer la existencia de un genocidio. Todas las instituciones estatales participaron del proceso de perdón y olvido. Así, mientras las fuerzas policiales continuaron alojando a torturadores, los máximos responsables de las masacres y desapariciones se daban el lujo de transitar, aunque no tan libremente, por los barrios. El Punto Final, la Obediencia Debida y los indultos fueron a endulzar su andar.

La presencia en las calles no pareció resultar suficiente. Un importante sector de la sociedad enmudeció y esta ausencia y silencio abrió camino a la conformación de una legalidad que dejaría impunes a los mayores asesinos que conoció la historia del país.

Al mismo tiempo, desde los diferentes espacios de resistencia, se configuraba, una batalla ideológica contra los discursos instrumentales que afianzaban la teoría de los dos demonios. Mito consagrado por los sectores cómplices (funcionarios políticos, iglesia, medios de comunicación, personalidades). «Por algo será, por algo habrá sido», premisa clave que un nutrida fracción de la sociedad apela al referirse a los hechos ocurridos durante la dictadura. Expresiones corrientes que, al tiempo que desconocen que la barbarie fue generada exclusivamente por un Estado genocida que masacró a una generación entera, intentan ignorar y enterrar una historia de ideales hecha carne y acción.

Desde que se inició el período constitucional, si bien, como sostiene Martinyuk, «la presunción de legitimidad, el por algo será y con ella la pasividad» predominaron como una postura característica, la exigencia de condena a los genocidas no dejó de sentirse. La denuncia por parte de las organizaciones de derechos humanos que se fueron conformando y creciendo a partir de la década del 80, dejaban ver en sus reclamos que los distintos gobiernos no demostraban voluntad política de condenar el terrorismo de estado.

De este modo, existió y existe la necesidad de quebrar ese silencio y no detener el reclamo por castigo a los culpables. Se representa la incansable lucha para no perdonar y no olvidar, para decir que los 30.000 desaparecidos lejos de esfumarse en el olvido «están», «son», se reproducen.

LA PALABRA Y LA ACCIÓN SOBREVIVIENTES

«El relato del horror, según el plan represivo, debía quedar en boca de un puñado de sobrevivientes, que enteraran a la sociedad de lo que le sucedía a las personas que, de pronto, dejaban de ir al trabajo, al colegio, a su propia casa. Por supuesto, el plan preveía un relato del horror aterrorizado y aterrorizante. Desde su punto de vista, el liberado era un ser destruido por la experiencia soportada, que relataría y sostendría en el tiempo -con sus palabras o con su locura, con su mutismo o su desesperación, con su ruina física o su delirio de perseguido- el horror reservado a los disidentes. Los sobrevivientes fuimos comprobando que si contábamos lo que habíamos vivido, aterrorizábamos, cumpliendo, en buena medida, los designios de los represores; y si callábamos, contribuíamos al olvido de uno de los más trágicos períodos de nuestra historia», expresa la Asociación Ex Detenidos Desaparecidos ante la pregunta acerca del por qué sobrevivimos, que se formularon como parte de su construcción histórica.

Y año tras año, durante treinta, las y los militantes que lograron sobrevivir, son parte indispensable de una batalla: «contextualizar nuestro relato, contar todo lo que los desaparecidos protagonizaron en nuestro país, sus luchas, sus sueños, sus experiencias de vida, y no solamente el horror, ha sido nuestro modo de desbaratar el plan de los represores, que nos querían mutilados, temerosos, arrepentidos. Así es como nosotros, con inmensas dificultades, intentamos darle otra perspectiva a nuestra sobrevivencia», enfatiza en el texto, la Asociación.

A partir de estos relatos se empieza a conocer quiénes fueron los actores de las atrocidades. Desocultar una historia, quitar el velo, hablar de las responsabilidades materiales y políticas, señalar y expropiar luego como prueba ineludible los distintos lugares de detención. Darle forma a un pasado de lucha y resistencia, opresión y masacre, para que deje de ser tiempo anterior y empiece a ser pertenencia; la instancia precisa en la que se comienza a erigir la sociedad a partir del 83. Así, Pilar Calveiro, ex detenida desaparecida de diferentes campos de concentración (lMansión Seré, de la Aeronáutica, la comisaría de Cautelar, la ESMA, la casa de Panamericana y Thames que había sido de Massera reconvertida en «chupadero» del Servicio de Informaciones Navales y de nuevo, y finalmente, ESMA) realza el sentido intrínseco que cada sobreviviente posee al momento de describir su experiencia: «Dar testimonio no consistía en relatar la historia personal sino en hablar de nosotros, de lo que nos había pasado, de lo que habíamos sido en la militancia, de lo que fuimos en el campo de concentración, de las modalidades de exterminio, del poder militar, de quiénes fueron nuestros captores».

En las distintas instancias jurídicas a las que se llegó luego de un prolongado periodo de lucha, las y los sobrevivientes debieron estar para contarlo. Para dar testimonio de lo que ocurría en los campos de concentración, dar los nombres, apellidos y apodos de cada uno de los torturadores, describir el estado de sus compañeras y compañeros que luego los represores harán desaparecer, denunciar el robo de los bebes en brazos de las madres, detallar los tormentos ilimitados a los que fueron sometidos, contar los fusilamientos, dejar evidencia de la responsabilidad de la iglesia, mencionar los lugares que funcionaban como centros de detención, tortura y muerte.

Graciela Daleo, ex detenida desaparecida en la ESMA, expresa la esencia del resistir que se arraiga en el instante mismo en el que el aviso de la muerte es un taladrar próximo y constante: «Estuve largos meses en las sombras de la ESMA, conmuriendo con cientos de desaparecidos. Con la certeza simultánea de vivir y morir, acumulábamos entonces pequeños saberes para respetar el mudo compromiso de que si salíamos de ahí dentro, debíamos contarlo para impedir que tanto crimen quedara sin castigo».

Jorge Julio López fue uno de los que estuvo para contar su vivencia como detenido-desaparecido de varios campos de detención en la década del 70. Se sentó en el banquillo para hablarle a la sociedad, para transmitir que habían hecho con sus compañeras y compañeros que hoy no están y deberían. Decir quienes y cómo. Así lo hizo en los Juicios por la Verdad en 1999 y así lo hizo también en el juicio contra el represor Miguel Osvaldo Etchetcolatz el año pasado, quien fue condenado a prisión perpetua el 19 de septiembre de 2006.

Y seguiría dando testimonio, denunciando a los torturadores, «armando el rompecabezas» para dar cuenta de las cadenas de complicidad. Y continuar reivindicando «la lucha de sus compañeros y la propia», como expresó, Nilda Eloy, ex detenida-desaparecida quien, a su vez, en una entrevista realizada por Contraimagen, enfatizó: «El mandato dentro de los campos era el silencio. Quebrar ese mandato me llevó muchos años, casi 22. Si nos vamos a volver a callar y meternos para adentro volvemos a cumplir el mandato del represor».

Julio sabía y recordaba y tampoco se calló. Dibujó como era el transcurrir dentro de los campos de detención: «En papelitos de cualquier tipo escribe y dibuja una y otra vez cada recuerdo. Es decir, hizo un permanente ejercicio de memoria para no olvidar», contaba Eloy. Como tantos otros sobrevivientes, hizo de sus recuerdos, palabra, texto, frases, trazos y los entregó a la sociedad.

CONDENA Y DESAPARICIÓN

Etchetcolatz hoy esta preso y el testigo que fue clave para que después de 30 años de impunidad esta condena se haga efectiva fue desaparecido hace un año. Y hace un año que en las calles volvió a resonar: «Aparición con vida y castigo a los culpables». Nuevamente va construyéndose aquella zona de opacidad que persigue objetivos claros y de la que sólo comienzan a ser concientes determinados sectores de la sociedad.

Julio López es «la primer persona secuestrada y desaparecida durante gobiernos constitucionales con fines claramente políticos». Y es un desaparecido político porque representa un tiempo y una generación masacrada por la aplicación de un plan de exterminio dispuesto bajo la conducción de un estado genocida que se rearmó en la última dictadura militar. Fue desaparecido por razones políticas, por decir lo que vio mientras estuvo detenido, por relatar los crímenes de Etchetcolatz. Así lo dejaba en claro el documento del Encuentro Memoria, Verdad y Justicia, leído en la movilización del 27 de Septiembre del año pasado, a 10 días de su secuestro: «Como miles de argentinos, hace 30 años atrás Julio luchaba por un país solidario y fraterno con justicia social sin explotadores no explotados. Ese sueño, esa lucha lo llevaron a enfrentar la dictadura, a soportar el secuestro, la desaparición y la tortura, 30 años después con 76 años ese mismo sueño lo impulsó a sentarse frente a un tribunal y a denunciar a Etchetcolatz y a la dictadura genocida reivindicando la militancia política y la resistencia popular, hoy Julio sigue desaparecido nuevamente y nosotros estamos aquí para exigir al gobierno nacional su aparición con vida».

Es por eso que desde los organismos de derechos humanos, más precisamente aquellos nucleados en el Encuentro Memoria, Verdad y Justicia, se denuncia, cada mes, las verdaderas responsabilidades políticas y materiales. «Yo le exijo al Estado la aparición con vida», reafirmaba Eloy, también testigo del juicio a Etchetcolatz.

Adriana Calvo, ex detenida desaparecida, declaró hace unos días en la causa que se sigue al capellán Von Wernich y expresaba a ANRed en relación al momento de su testimonio: «Lo terrible fue declarar en el juicio y que Julio no esté atrás escuchándome, que este desaparecido, es como que hace perder sentido a todo».

«Ahora resulta indispensable, aparición con vida y castigo a los culpables» Se reactualiza una metodología. Y es precisamente ahora, ante esta nueva desaparición que cabría preguntarse: ¿No debería «volverse insoportable para la existencia cotidiana», que un hombre que brindó sus palabras para que nada siga como está y haya condena este desaparecido? Así como describe Pilar Calveiro en su libro Poder y Desaparición: «Toda la sociedad ha sido víctima y victimaria; toda la sociedad padeció y, a su vez, tiene por lo menos alguna responsabilidad. El campo y la sociedad están estrechamente unidos; mirar uno es mirar la otra; pensar en los campos de concentración como una cruel casualidad más o menos excepcional, es negarse a mirar en ellos nuestra sociedad, la de entonces y la actual.».

Desde una mirada fenomenológica, Martinyuk reflexiona sobre las instancias que deberían generar conmoción y por lo tanto reacción, es decir, «la posibilidad de comprender, de unir, de superar lo mudo y aislado, de alcanzar lo común a partir de defender, de luchar por la vida, por la aparición con vida, promesa de alcanzar la palabra real, palabra que llega al oído que la capta y a la boca que le responde». Y esto se enlaza indefectiblemente con el secuestro y la desaparición de López: «No desaparezcan» se leía en una historieta sobre él. Una clara y concisa forma de apelar. «No me desaparezcan», debería también resonar a cada instante como las palabras que él estaría gritando: «No hagan del olvido y la impunidad mi tercera desaparición».

¿O será entonces que el «poder desaparecedor» penetró demasiado hondo en el circuito del lenguaje y la acción que debilitó la capacidad mínima de exigir ante un hecho inaudito? El muro que construye este poder resulta por demás infranqueable mientras, el otro poder, el de la protesta, parece no acrecentarse o no reaccionar, habilitando que, con el tiempo, un acontecimiento macabro se convierta en natural.

Pero ante esto, la necesidad de no claudicar. A lo largo y a lo ancho del país, los diferentes sectores que reconocen la existencia de una nueva desaparición, forjan y construyen esa instancia necesaria de repudio. Se marcha. Se grita López. Se muestra su rostro. Se denuncia. Y se exige la aparición, pero con vida: «Si no sucede de este modo, es el gobierno el que debe y deberá dar las explicaciones. Nosotros lo queremos con vida», afirmó Nora López de la Asociación ex detenidos desaparecidos.

De este modo, resulta imperioso luchar contra el olvido, reconocer las pautas de la realidad que se transita e ir contra su patrón común, que lejos de ser inocente, tiene la finalidad de instalar una vez más el desconocimiento y la indiferencia. Evitar «un desaparecer que nunca acaba, un desaparecer sinfín, tolerado». Devolverle la mirada al hecho y dejar de seguir como si nada hubiera sucedido.

Valeria y Luciana B (ANRed)



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