04/05/2018

Victoria Moyano, de Platense, del ascenso, de la vida

Por Coordinadora de DDHH del Fútbol Argentino

Estaba absolutamente convencida de lo que decía. “Soy hincha del club que resiste”, alardeó cuando el lunes 21 de abril de 1986 le preguntaron una vez más en la escuela de qué equipo era. La voz aniñada acababa de sufrir unos cuantos sacudones. En la tribuna de socios, a la izquierda de la puerta por la que entraba habitualmente, María Victoria Moyano Artigas, que todavía no sabía que era María Victoria Moyano Artigas, había gritado los goles de Osvaldo Scigliano, de Alejandro Nannini, de Miguel Ángel Gambier y de Raúl Grimoldi. Platense, su equipo y su segunda casa, había empatado 4 a 4 con River por la última fecha del torneo 1985/1986, un resultado de asombros que permitió celebrar en Vicente López la permanencia en la máxima categoría. Esquivar el descenso le había costado al Calamar remontadas inolvidables ante dos grandes como San Lorenzo e Independiente. Por eso para Victoria, que estaba cerca de cumplir 8 años, que no tenía idea de que le faltaba poco para transformarse en la nieta recuperada 53, ser de Platense significaba contar con orgullo cuánto costaba ser de primera.

Victoria nació lejos del estadio que mira hacia la Avenida General Paz. María Asunción Artigas, su mamá, dio a luz el 25 de agosto de 1978 en el Pozo de Banfield, uno de los cientos de centros clandestinos de detención que se instalaron en el país para que el genocidio pudiera llevar adelante su plan sistemático de exterminio. A María Asunción, nacida en Uruguay, la habían secuestrado el 30 de diciembre de 1977 junto a su compañero, Alfredo Moyano, cuando cursaba el tercer mes de embarazo. Ambos eran militantes políticos, ambos se habían escapado de la dictadura comandada por Juan María Bordaberry y ambos resultaron víctimas del Plan Cóndor, la plataforma represiva llevada a cabo conjuntamente por los gobiernos de facto del sur de América Latina. Recién el 30 de diciembre de 1987, una década después de que se llevaran a sus padres, Victoria pudo conocer a sus abuelas Blanca y Enriqueta. Antes había vivido con sus apropiadores, Víctor Penna y Elena Mauriño. Olga Fernández, su maestra de primer grado, había hecho la denuncia a Abuelas de Plaza de Mayo, que ya desde tiempos del gobierno de Jorge Rafael Videla venían buscando incansablemente a sus nietos.

Vivía en Belgrano, tenía 4 años y el destino la ubicó en Platense. “Estaba mucho tiempo en el club. Era socia e hice natación y básquet. Salía de la escuela, me dejaban ahí y me pasaba toda la tarde rodeada de amigos. Incluso, muchas veces, cenábamos en el buffet con otras familias. Era un lugar de pertenencia muy fuerte”, cuenta Victoria justo en los días en los que Platense vuelve a ser noticia por haber logrado el ascenso a la B Nacional. Las imágenes se le caen encima, una detrás de la otra. “Pasábamos los cumpleaños y las fiestas y los veranos ahí. Era mío cada rincón del club. En un momento, estaban construyendo una de las tribunas y teníamos prohibido ir. Pero mucho no nos importaba y, cuando no nos veían, jugábamos a la escondida entre los escombros”, relata con la certeza de que algunas anécdotas son indelebles.

Juan Manuel Wolk fue jefe del Pozo de Banfield, una de las principales maternidades clandestinas que funcionaron en el país desde 1976. Apodado El Nazi, está procesado por haber cometido delitos de lesa humanidad, entre ellos la apropiación de cinco bebés durante el período del terror genocida. Recientemente, el Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nº1 de La Plata decidió no prorrogar la prisión preventiva que estaba cumpliendo a la espera del juicio oral. Por otras causas, seguirá tras las rejas, aunque la medida adoptada por los jueces Germán Castelli, Alejandro Esmoris y Pablo Vega sienta un precedente que atenta contra una de las bases de cualquier sociedad que apuesta por la democracia: el único lugar que le cabe a un genocida es la cárcel. Desde que se enteró de que era hija de María Asunción y de Alfredo, a Victoria le tocó vivir algún tiempo en Uruguay y en Brasil. Simpatizó con otros cuadros pero ninguno se ganó su corazón: “Aunque ahora no sigo demasiado la campaña del equipo, cuando me preguntan de quién soy hincha, no tengo ninguna duda: de Platense”.

Victoria nunca volvió al lugar que durante muchos campeonatos fue su lugar. Asegura que al principio no lo hizo porque debía rearmar su identidad. Le tocó irse lejos de la Argentina y eso la distanció de la camiseta marrón. De regreso en el país, pensó en hacer socia a su hija porque la memoria de su infancia la empujaba hacia las maravillas que habilita crecer adentro de un club. Hoy anda cada tanto por la General Paz, observa el estadio desde arriba de un auto y no puede evitar que se le filtre una mueca: “Miro las publicidades que se ven desde afuera y pienso cuántas cosas habrán cambiado adentro. Me gustaría poder ir algún día para reencontrarme con toda esa parte de mi vida”.

Hay marcas de las buenas que no se borran. Victoria aprendió que resistir valía la pena cuando el descenso se le aparecía como un monstruo feroz y esa lección futbolera le sirvió para caminar cuando advirtió de más grande que el mundo albergaba cosas mucho más jodidas que jugar en la B. Ocurra lo que ocurra, desde aquel empate con River y para siempre, Platense será una patria en la que atesorar los goles gritados y las sonrisas cosechadas. En una jornada impregnada de gloria, al ascenso en la cancha de Lanús también lo siente suyo. “De Platense”, repite, convencida, Victoria, experta en identidades, para siempre calamar.



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