16/09/2007

Vano intento el de la noche

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Los lápices eran de colores. Son de colores. El calendario marca que ya hace 31 años intentaron desaparecerlos, oscurecerlos, negar su militancia, su compromiso y la vigencia de sus reivindicaciones. Sin embargo, su ejemplo se materializa en cada joven que continúa su lucha. Y así los lápices siguen escribiendo.


Azar o tragedia preanunciada. El 22 de agosto de 1972 masacraban en la Base Almirante Zar a 16 guerrilleros, constituyéndose en el antecedente más claro de la metodología criminal que implementaría la dictadura que se iniciaba el 24 de marzo de 1976. Ese mismo 22 de agosto, al tiempo que llegaban las noticias confusas sobre una supuesta ley de fuga aplicada en Trelew, se sancionaba el boleto estudiantil. En 1975, ese mismo boleto llevaría a la calle a miles de estudiantes. Los chicos, entre los que se encontraban los adolescentes secuestrados y desaparecidos en la Noche de los lápices, se desgarraban: «Eso, eso, eso, boleto de un peso».

Esos serían los mismos jóvenes que, abocados a su militancia, serían arrancados el 16 de septiembre de sus hogares para no volver. Pero serían también los mismos que, con su entrega, sus trabajos en las villas, en los barrios, la militancia en sus colegios, desafiarían al poder desaparecedor. Serían esos mismos que triunfarían sobre los asesinos para decirles que a la primavera no hay quien la detenga

La historia ha llevado a recordar a los estudiantes platenses como «víctimas inocentes», «apolíticos», «alumnos que sólo peleaban por tener el boleto a un peso». El mandato de los dos demonios los obligaba a situarse dentro de los «buenos», los «puros», los «inocentes». En un país donde la inocencia era sinónimo del «No te metás». Sólo se podía ser inocente si no había compromiso político.

Entonces, los pibes desaparecidos en la Noche de los Lápices eran culpables, son culpables y «por algo será» que se los llevaron. «No creo que a mí me detuvieran por el boleto secundario, en esas marchas yo estaba en la última fila. Esa lucha fue en el año 1975 y, además, no secuestraron a los miles de estudiantes que participaron en ella. Detuvieron a un grupo que militaba en una agrupación política. Todos los chicos que están desaparecidos pertenecían a la Unión de Estudiantes Secundarios (UES)», explicaba a Página/12 Emilce Moler, una de las sobrevivientes del operativo del 16, 17 y 21 de septiembre de 1976.

Los chicos de la Noche de los Lápices, militantes de la UES y de la Juventud Guevarista- como Pablo Díaz, otro de los sobrevivientes – fueron víctimas del poder desaparecedor por su compromiso. «Había un proyecto político, con escasa edad, pero proyecto político al fin», reconocía Moler.

Los lápices siguen escribiendo

«Mientras existiera un joven que deseara un mundo solidario y justo, ninguno de los adolescentes secuestrado en la Noche de los Lápices desaparecería para siempre», sentenciaban Maria Seoane y Héctor Ruiz Núñez en el prólogo a la edición de 1992 del libro La Noche de los Lápices, sintetizando de algún modo la continuidad efectiva que la lucha de los estudiantes secundarios obtuvo a lo largo del tiempo y que se fortaleció a mediados de la década del 80. «Si en el período comprendido entre 1973 y 1976 había ocurrido el bautismo político de los estudiantes secundarios en el seno de una sociedad turbulenta y atormentada por la violencia y las proscripciones, fue sólo a partir de 1984 cuando su organización gremial se extendió masivamente. El 12 de noviembre de 1984 fundaron la Federación de Estudiantes Secundarios (FES) con la participación de 450 delegados, representantes de 77 centros de estudiantes de la Capital Federal y de más de 100.000 estudiantes», remarcaban los autores.

Los chicos de la Noche de los lápices se constituyeron en símbolo de las luchas estudiantiles que se fueron reproduciendo en varios secundarios de la Capital Federal y de las provincias. Así, para mencionar algunos ejemplos, la pelea emprendida originalmente por el Otto Krause por mayor presupuesto educativo y mejoras edilicias. Los distintos crecimientos organizativos que fueron expandiéndose en las escuelas Normales 1, 3, y 9; el colegio Rivadavia, el Carlos Pellegrini, el Mariano Acosta en el barrio porteño. Así como en la ciudad de La Plata, la escuela Media 2 y el Thomas. En el conurbano bonaerense y a lo largo del país, en las distintas provincias, también, los centros de estudiantes, salían y salen a las calles para hacer sentir la lucha. Todos aunados en similares exigencias, estableciendo reclamos concretos a los diferentes gobiernos.

A su vez, estas experiencias estudiantiles se hacen presentes en las movilizaciones nacionales más amplias que convocan a diferentes sectores en lucha y en el escenario de los conflictos sindicales.

Sin embargo, como respuesta a la organización y con el fin de quebrarla o silenciarla, la represión estatal hacia los estudiantes se desata en cada conflicto: la militarización en el Normal 9 en 2005, las agresiones contra los chicos del Mariano Acosta, el reciente ataque al local de los estudiantes del Pellegrini, donde se evidencia que ciertos métodos propios instaurados por el golpe de estado de 1976 continúan vigentes. Asimismo, se suman los agravios verbales, las amenazas y la presencia de docentes y autoridades que en varias ocasiones reivindicaron el accionar de las dictaduras militares. Pero ante esta ofensiva propia de cada gobierno, los lápices siguieron y siguen escribiendo, en cada corte de calle, en cada asamblea, en cada toma de edificio, en la denuncia, en el escrache y en la presencia.
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«Adónde vayan, los iremos a buscar»

La sanción de las Leyes de Obediencia debida y Punto Final terminaron con la posibilidad de procesar a su vez a los responsables de los secuestros y torturas de los que fueron víctimas también los integrantes de las organizaciones estudiantiles secundarias. Los nombres de los represores, tal como sostenían Seoane y Ruiz Núñez, «figuraron en todas las listas de acusados del juicio a las juntas militares y en el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONaDeP). Los delitos que se les imputaron no fueron sólo la elaboración y ejecución de un plan criminal. El detalle de esta sentencia genérica incluía la terrible certeza de que no sólo habían exterminado a miles de opositores adultos sino también a más de 232 adolescentes entre 13 y 18 años».

En esas listas aparecían los secuestradores, torturadores y asesinos de los chicos de la Noche de los lápices: Ramón Camps, Miguel Osvaldo Etchecolatz, Luis Héctor Vides, Jorge Bergés. Etchecolatz, llevado a juicio hace casi un año, fue sentenciado por ser parte de un plan genocida. Jorge Julio López, testigo clave para incriminarlo, hace casi un año está desaparecido. Es ese mismo López, que jurando hacerlo «esta vez por los compañeros», relató, también, la brutalidad del comisario Vides, el mismo policía que no sólo chupó a los estudiantes platenses sino también a sus familiares cuando se organizaban para saber qué había pasado con los chicos. Así ocurrió con Nora Húngaro, la hermana de Horacio, secuestrada un par de días después que su hermano, torturada por el mismo «Lobo» Vides y visitada por el capellán Christian Von Wernich. Relato que se conoció a través de su testimonio días atrás en el juicio que se le sigue al cura por siete homicidios, 31 casos de torturas y 42 privaciones ilegales de la libertad.

Hace 31 años, las desapariciones de los chicos de la Noche de los lápices, hace un año el secuestro de Jorge Julio López. Una y otra vez, los mismos nombres. La misma impunidad, la misma metodología. Aún así, la memoria. Primero, las leyes de impunidad. Después, los indultos. Ahora, nuevamente la desaparición de ex detenidos desaparecidos. Siempre, el mandato de ejercitar y ejercer la memoria, bandera eternamente levantada por los jóvenes. Esos mismos que se negaron a aceptar el punto final y a obedecer debidamente. Esos que condenaron a los asesinos. Esos que siguieron y siguen dando trazos de memoria.

Así como lo hicieron las paredes de las escuelas, que durante el apogeo de la amnesia colectiva, impusieron la exigencia de condena para no olvidar: «Los lápices eran de colores». La necesidad de reivindicar la lucha de las y los adolescentes masacrados, denunciando la impunidad de los genocidas fue reviviendo a través de los testimonios de los sobrevivientes y se fue tejiendo en el conjunto de los estudiantes que escribieron con los mismos lápices la continuidad de las luchas reprimidas: «Y es esa herencia vital en los ideales inquietos y conmovedores de nuestros jóvenes lo que engarza a los militantes secundarios desaparecidos en los años setenta en la cadena memoriosa de las generaciones venideras», tal como afirmaban en el prólogo. Y resaltaban que seguramente fue «la misma herencia que seguramente impulsó a los estudiantes del colegio Otto Krause a crear en 1987 una consigna que se propagó veloz como la luz: «Vano intento el de la noche, los lápices siguen escribiendo».

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