20/01/2018

Trincheras en la cancha

tapa-3595.jpgMás allá de su parte más visible y superficial, el fútbol constituye un espacio de construcción de alternativas políticas comunitaristas. Por Colectivo Lucha de Pases, desde España, para El Salto.


Que el fútbol moderno, o al menos la parte más visible y superficial de este fenómeno, está al servicio de las élites y del mantenimiento del statu quo, es algo innegable. Pero también lo es que este deporte, y los diversos espacios, costumbres y acontecimientos que lo conforman, nos brindan múltiples oportunidades para la construcción de alternativas políticas comunitaristas, y para el ensayo de prácticas culturales contrahegemónicas.

A menudo, ideas como éstas acaban sepultadas bajo el peso de un cierto «cuñadismo de izquierdas», que se niega a cualquier revisión del dogma anti-futbolístico por antonomasia, producto privilegiado de la pereza intelectual que aún arrastramos como consecuencia de nuestra derrota histórica. Este dogma, repetido una y mil veces acompañado de grandes dosis de condescendencia no es otro que «el fútbol es el opio del pueblo».

Lo cierto es que el fútbol, en su origen, fue creado por las élites británicas, pero se vio rápidamente conquistado por las clases trabajadoras a la par que se arrancaba una conquista de la lucha, el fin de semana. Aparecía así como un espacio de ocio y sociabilidad de la clase obrera, «un juego de caballeros disputado por villanos», como reza el célebre aforismo anglosajón. De hecho, el origen de muchos clubes tiene mucho que ver con la fábrica, como es el caso del Manchester United, fundado por ferroviarios, o el West Ham, por trabajadores del puerto.

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El fútbol se transformó en una vía para salir del ambiente viciado de la fábrica, para trabajar en equipo e, incluso, para algunos trabajadores, en un medio para mejorar sus condiciones de vida. Todo ello bajo la mirada cada vez más despectiva de las clases dominantes, que observaban la identificación de la clase trabajadora inglesa con el fútbol en un marco social y político que simultáneamente encasillaba a la clase media en la práctica de otros deportes como el cricket, el rugby y el tenis.

Sin embargo, 100 años después, el neoliberalismo contraataca y se hace con el control de un deporte que era orgullo del barrio y de la clase, para convertirlo en un negocio cargado de individualismo. Este secuestro de un deporte que era nuestro por parte de las élites, que lo entregan a especuladores sin escrúpulos, capas medias que pueden permitirse pagar el precio de entradas cada vez más caras (entre 1990 y 2008, el precio medio de una entrada de fútbol subió un 600% en Inglaterra), acaba transformando los estadios, que antes eran centros de comunidad, en centros comerciales. En su Programa para el futuro del fútbol, la Federación de Fútbol afirmó que este debe atraer a «más consumidores pudientes de clase media” 1.

Bajo la dictadura del capital, todo ese patrimonio de las de abajo se convierte en mercancía: los clubes, los jugadores, los estadios. Mientras que palcos como el del Bernabéu se erigen en paradigma de esa fusión entre negocios y política al servicio de los mercados.

Jugadores franquicia, clubes que se pueden mover de ciudad, agentes que hacen y deshacen, fondos de inversión, horarios imposibles; una grieta cada vez mayor entre el fútbol y las clases populares. Muchas ni siquiera pueden ver jugar a su equipo, a no ser que se gasten un dineral en un canal de pago. Precisamente, la ingente cantidad de dinero que se mueve en el fútbol, a raíz de la burbuja de los derechos televisivos, ha desarraigado a los equipos de sus comunidades locales. Los clubes se han convertido en los juguetes de caciques y oligarcas de todo pelaje, y, con jugadores que ganan cantidades desorbitadas, estos están cada vez más desligados de sus raíces de clase trabajadora.

Odio eterno al fútbol moderno

Cambiando de perspectiva, y tirando de optimismo, del optimismo de la voluntad de las personas que se embarcan en la construcción de alternativas, «el deporte rey» nos da pie y campo para maravillosas experiencias de solidaridad y de construcción de comunidad.

El fútbol, además, nos enseña algo sobre la construcción perdurable de identidades compartidas. En un mundo en el que la clase obrera ha renunciado a su identidad, hastiada por las derrotas, nos seguimos sintiendo celtistas, rojillos, béticas o rayistas a pesar de éstas. Quizás, como hinchada y como clase, perdonamos las derrotas peleadas, pero no podemos perdonar la traición.

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«Odio eterno al fútbol moderno». Ese es precisamente el lema de un vasto movimiento que promueve la democratización del fútbol, y que tiene en los clubes de accionariado popular una de sus derivaciones más interesantes: como ejemplos de democracia directa, de empoderamiento popular y vecinal, e incluso, de construcción de redes de solidaridad y de autogestión.

El fútbol es hijo del pueblo, del espíritu de equipo y de la elaboración colectiva. El fútbol popular es esto, dentro y fuera de la cancha.

Quizás, la tarea aún pendiente sea la de cruzar ese «río de fuego», con el que William Morris definía el paso de la nostalgia romántica a la lucha decidida por el socialismo 2, y conseguir un cambio cualitativo en la comprensión de las relaciones entre nuestro fútbol y nuestra vida, entre su fútbol y nuestras vidas.

Porque, en definitiva, la lucha de pases es la lucha de clases, y los campos de fútbol siguen siendo un buen lugar para cavar trincheras.



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