28/01/2016

Catalunya: De victorias, dulces derrotas y capitulaciones

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El pacto del 9 de enero abre un nuevo capítulo en la lucha por la hegemonía en el independentismo catalán. Por Periodico Diagonal


El proceso soberanista catalán no deja de sorprender. Y, en cierto sentido, de desconcertar. El acuerdo in extremis conseguido por las formaciones independentistas ha evitado unas nuevas elecciones que habrían, muy probablemente, cambiado por completo el mapa político catalán.

Es cierto lo que comentó Íñigo Errejón sobre «la flexibilidad de la política catalana» y «la capacidad de inventar espacios donde había bloqueo», como es cierto también que en la Candidatura d»™Unitat Popular (CUP) y también en Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) ha fallado la lectura del 20D. Pero nos quedamos cortos con esta interpretación.

Aún no sabemos efectivamente cómo actuará el nuevo Gobierno catalán. Parece evidente que, en cuanto a relato, mantendrá el que se ha intentado instaurar después del 27S «“la existencia un «mandato democrático» para avanzar hacia la República catalana»“, pese a que las formaciones independentistas han obtenido menos del 48% de los votos.

El nuevo presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, asumió la hoja de ruta trazada por Junts pel Sí (JxS). Se trataría, pues, de una legislatura de 18 meses, de «postautonomía y pre­independencia», durante la cual se construirían las estructuras de Estado (una Hacienda y una Seguridad Social catalanas, etc.) y se empezaría la «desconexión» del resto de España.

Si no caben dudas en cuanto al perfil marca­damente independentista de Puig­demont, quedan muchos inte­rro­gantes sobre las políticas que querrá y que podrá llevar a cabo el nuevo Ejecutivo.

Y es que, pese a las declaraciones altisonantes, la unidad de las formaciones independentistas está lejos de ser una realidad. Y no sólo, o no tanto, por las tensiones percibidas durante las interminables negociaciones de los últimos tres meses, que han desgastado mucho al mundo soberanista.

Lo que está sobre la mesa es la hegemonía del espacio soberanista, por la cual se está llevando a cabo una lucha subterránea muy agria. Entre Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) y ERC por un lado, y entre ERC y la CUP por otro lado. Es en está lógica, en mi opinión, que se tiene que leer el acuerdo firmado el sábado 9 de enero por JxS y la CUP, y la formación del nuevo Ejecutivo catalán.

Aunque algunos aún no lo quieran admitir, el acuerdo ha significado una victoria importante de CDC, una dulce derrota de ERC y una derrota por goleada de la CUP. No se trata, claro está, del final de la guerra, sino de una primera gran batalla, que marcará los próximos tiempos.

Marcada a fuego por el miedo de nuevas elecciones y el miedo a los Comunes y a un nuevo Tripartito, Convergència ha evitado un más que probable batacazo electoral, que hubiera podido poner en riesgo, en este contexto, su misma supervivencia, y ha mantenido el control del Gobierno y del proceso soberanista, eligiendo un dirigente fiel y cercano al mismo Artur Mas.

Además, CDC, que se encuentra en la mayor crisis política de su historia, podrá afrontar los juicios por supuesta corrupción que le afectan y que se abrirán en los próximos meses (caso Palau, caso Pujol, etc.) desde una posición de fuerza, controlando desde el Gobierno los medios de comunicación.

Aunque parezca una derrota del mismo Mas, que ha tenido que dar un «paso al lado», me temo que el acuerdo a largo plazo signifique exactamente lo contrario. Mas ha salvado a Convergència, que puede aspirar a recuperar la centralidad de la política catalana, y podrá dedicarse a refundar/renovar un partido en horas bajas, permitiéndole un lavado de cara que le quite los escombros del pujolismo. La renuncia a su acta de diputado lo explica de sobra.

Una refundación que tendría en los alcaldes su punto de fuerza, promoviendo la participación de las bases a través de unas primarias, con el objetivo de competir con ERC en la Catalunya interior y de frenar la expansión de los Comunes.

En primavera es posible que se celebre el congreso de CDC, donde, por cierto, habrá una lucha nada amable por la sucesión, con las posibles candidaturas de dos dirigentes cercanos a Mas, aunque con perfiles distintos, como Jordi Turull y Germà Gordó. Para más inri, el ya expresidente de la Generalitat ha afirmado que no se retira de la política, así que no es baladí pensar que tras una legislatura corta pueda volver por la puerta grande, como futuro presidente de una República catalana o, más sencillamente, como candidato convergente en unas nuevas elecciones autonómicas.

Y aquí nos encontramos con una de las cuestiones más complejas: el papel que jugará Puigdemont. Aún no sabemos si será el Medvedev de la política catalana que volverá a sus tareas tras una designación que se ha presentado como temporal y con fecha de caducidad o, al contrario, si será un dirigente con una autonomía propia que quiere marcar los tiempos de la política catalana y también los de Convergència.

Efectivamente, si por un lado ha cuajado la idea de que Mas eligió a dedo a Puigdemont, por otro lado circulan voces de que ha sido Convergència la que ha obligado a Mas a que abandone. Puigdemont lideraría, en esta supuesta interpretación, una corriente del partido, radicada fuertemente en Girona y bien conectada con el asociacionismo independentista «“no se olvide que Puigdemont es presidente desde julio de 2015 de la Associació de Municipis per la Independència (AMI)»“, que quiere abrir una nueva etapa, deshaciéndose de todo lo que huele a pujolismo, Mas incluido.

Los próximos meses, en que Convergència tendrá una estructura bicéfala al estilo del PNV, serán clave para poder entender el rumbo que toma el viento. Pesará en todo esto el recuerdo de la sucesión de Pujol y se deberá ver qué papel jugará el partido respecto al viejo y al nuevo líder.

Victoria pírrica de ERC

Aunque se venda de cara a la militancia como un gran éxito, para ERC el acuerdo significa una victoria pírrica. Es cierto que ERC ha entrado en el Gobierno y controla áreas importantes, como la de Economía, en manos de Oriol Junqueras. Sin embargo, es aún más cierto que de esta forma no ha con­seguido el tan anhelado sorpasso electoral a CDC en unas autónomicas y la conquista inmediata de la centralidad en el espacio soberanista.

Y, sobre todo, ha impedido una posible reconfiguración del tablero político catalán, donde se habría podido crear una mayoría de izquierdas, con el apoyo de los Comunes, centrada en el derecho a decidir y en el referéndum, y no en la independencia. Sin contar lo que esto hubiera podido significar en las dinámicas españolas y en el Congreso. No nos olvidemos de que Catalunya y España son vasos comunicantes.

Por lo que respecta a la CUP, pese a lo que dicen los dirigentes de la formación anticapitalista, la firma del acuerdo con JxS no es nada más que una derrota por goleada.

Si es verdad que los cupaires han conseguido la cabeza de Mas y han evitado la repetición de elecciones («ni Mas ni marzo»), es verdad también que han pagado un precio altísimo. Una humillación en toda regla, firmada en un documento que, pase lo que pase, quedará para la historia.

Admitir los errores y aceptar ceder dos diputados al grupo parlamentario de JxS para garantizar la estabilidad del futuro Gobierno, atando así la formación a las decisiones del nuevo Ejecutivo, es una capitulación en toda regla. Y no vale la elección de un presidente que es de Convergència y que es conocido por sus políticas reaccionarias en los cinco años que estuvo en la Alcaldía de Girona, ni un plan de choque social de apenas 270 millones, es decir, el 4% de lo que la CUP pedía en su programa electoral.

Probablemente en la decisión de los cupaires ha pesado también el posible riesgo de una ruptura: quitar peso a lo que llaman el «frente institucional» y centrarse en el municipalismo, donde han conseguido resultados muy positivos. Puede que se haya interpretado y puede que sea en el futuro la manera de evitar que la formación se parta por la mitad.

De todos modos, con su decisión, primando la nación sobre la clase, la CUP no ha enviado a Mas al «basurero de la historia». Al contrario, ha salvado a Convergència de una posible desaparición. O, al menos, de otra «travesía en el de­sierto» de la oposición.



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