04/06/2015

Los gauchos del Potemkin

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El desconocido capítulo argentino de los rebeldes protagonistas de la primera revolución rusa de 1905. Por Diego Rojas


La Asociación de Amigos Británicos de la Libertad Rusa recolectó los fondos necesarios para los pasajes del grupo, e incluso hizo más que eso. Los invitó a un mitín público en Wonderland, en el Hyde Park. En Whitechapel, un barrio obrero del este londinense. Distinguidos socialistas hicieron discursos y Dymtchenko, con la ayuda de un intérprete, describió el motín y sus consecuencias a la audiencia. Eso no era todo. Esa noche del 16 de septiembre de 1908 «˜un encuentro de convivencia tuvo lugar en Whitechapel»™, señalaron las crónicas de la época, y se cantaron canciones tanto en ruso como en inglés. Al día siguiente todos ellos partieron hacia la Argentina”.

Esas son las palabras con las que culmina la investigación sobre la rebelión del acorazado Potemkin que escribió el historiador británico Richard Hough en 1961. El motín del acorazado Potemkin había sido uno de los picos de la sublevación rusa de 1905 y había adquirido un carácter de leyenda a tal punto que una de las películas fundantes del cine moderno «“que produjo una innovación del lenguaje a través del montajees»“ el film de Sergei Eisenstein filmado en 1925, que lleva ese nombre y no sólo narra la historia de los amotinados, sino que lo hace con métodos que revolucionaron de una vez y para siempre el cine.

El amotinamiento del acorazado Principe Potemkin de Táurica comenzó cuando, en alta mar, los marinos fueron obligados por Ippolit Guiliarovsky, la segunda autoridad a bordo, a comer carne en mal estado. (Recordemos esa escena tremebunda en la película: gusanos moviéndose, en blanco y negro, en las porciones de alimento.) Guiliarovsky los mandó a arrestar y convocó a los rebeldes para que formaran filas sobre una lona impermeable en un blanco de la nave. Los iba a fusilar, como escarmiento. Convocó a los fusileros. Les ordenó fuego. Pero se negaron. Comenzó entonces el motín.

Apresaron a la comandancia, los redujeron y en lugar de fusilar a los rebeldes se enfrentaron a tiros contra la comandancia que ordenaba esas sanciones. Así los marineros mataron a las cabezas de la tripulación. Y también al médico de a bordo que había aprobado como comestibles a los gusanos que se comían la carne. El acorazado Potemkin se encontraba bajo el mando de los soldados y marineros que lo poblaban. Uno de los marinos rebeldes había muerto. Enfilaron hacia Odessa. Izaron en el mástil una bandera roja, signo del socialismo y del gobierno de los trabajadores.

El motín «“que se enmarcaba en una campaña del partido socialdemócrata ruso de rebeliones luego de la derrota rusa en la guerra con Japón»“ coincidió con la huelga general en Odessa, ciudad a la que arribó el acorazado para darle sepultura al marinero asesinado a bordo. El entierro y la manifestación fueron de masas. Y provocaron más represión. La imagen de la película de Eisenstein sobre las escalinatas «“escena en la que cae el carro de bebé y los leones que custodian las escaleras disminuyen su tamaño debido a la magia del montaje»“ representan el momento en que una multitud aguardaba en esas escaleras el descenso hacia el puerto para recibir a los amotinados, que derivó en muerte y represión. El acorazado Potemkin disparó dos cañonazos hacia el cuartel de los zaristas. Luego, emprendió la retirada.

En su deriva, perseguido por otras embarcaciones que tenían como misión detenerlo, el Potemkin ganó a su causa a la tripulación de uno de sus barcos perseguidores y, luego, navegó y navegó sin puerto y sin autoridad que le permitiera reabastecerse de combustible y alimentos. Recabó finalmente en Rumania. Allí los marineros entregaron la embarcación. La mayor parte decidió quedarse en ese país. Los que volvieron a Rusia fueron ejecutados por las fuerzas del zar por el delito de insumisión. Afanasy Matiushenko, líder del amotinamiento cayó en la trampa: volvió a Rusia por un acuerdo que implicaba el perdón del zar, pero al llegar fue colgado. Alrededor de 600 marinos se quedaron en Rumania. Pero a medida que avanzaban las luchas de los socialdemócratas en ese país, la vida se les hizo más y más difícil. Josef Dymchemko, que tenía treinta años y había sido otro de los cabecillas de la rebelión, y decenas de marineros más enfilaron hacia Inglaterra luego de dos años de peregrinaje incierto. Y después de una noche de mitín y cantos en ruso y en inglés en suelo británico, enfilaron desde el puerto de Liverpool hacia la Argentina.

Demetrio Aranovich fue el primer médico judío recibido en una universidad nacional. De origen ruso, se instaló en Carlos Casares, provincia de Buenos Aires, donde tuvo una activa participación social. Fue uno de los fundadores del Ateneo Socialista de esa ciudad y además de su actividad médica tuvo cierta intervención política. Editaba, además, un periódico local. Desde su más temprana infancia había tenido contacto con el movimiento revolucionario ruso, cuyo objetivo era derrocar al zar. Algunos de sus primos sufrieron prisión por integrar el movimiento revolucionario. El ala más consciente conformaría la socialdemocracia rusa. Que luego se dividiría en un ala reformista y una revolucionaria. Al calor de una sublevación popular que derrocó a Nicolás II, los mencheviques tomaron el poder en febrero de 1917. Los bolcheviques, el ala revolucionaria, lo tomarían unos meses después e instaurarían la primera república de la historia gobernada por obreros y campesinos a través de los soviets. Demetrio Aranovich, que era conocido como «el doctor Aranovich” en el pueblo de la pampa bonaerense donde había sentado domicilio, nunca había dejado de seguir los acontecimientos políticos acaecidos en la lejana patria rusa.

«A mediados de 1908 en Carlos Casares recibí con considerable sorpresa un telegrama de Londres anunciando la llegada de un contingente de los «˜Potemkinzi»™ y pidiéndome que fuera al puerto de Buenos Aires a recibirlos”. Estas son las palabras que señalan el comienzo de la aventura argentina de los amotinados del acorazado y que fueron escritas por Demetrio Aranovich en su libro inédito de memorias, que Vera Levinas rescató con delectación de relojero. «El despacho llevaba la firma de L. Goldenberg, el secretario de «˜The Russian Free Press Fund»™, a quien conocía por correspondencia”. Aranovich desechó el telegrama, ya que no sabía qué quería decir «Potemkinzi” y le pareció un esfuerzo superfluo ir a Buenos Aires en busca de una incógnita.

Unas semanas después de haber desechado el telegrama el Dr Aranovich se despertó temprano y -según relata en sus memorias- contempló la parte de su casa que estaba todavía en construcción. Había que sacar el polvo y poner una reja en la entrada, pensó. En ese momento, tocaron a su puerta. Se dirigió hacia allí y la abrió. Frente a él había dos hombres de contextura grande que llevaban cuellos envueltos con piel de carnero. Eso le llamó la atención: era primavera. Dymchenko se presentó y le entregó una carta. Cuando el doctor Aranovich terminó de leerla, alzó la vista y cayó en la cuenta de que no había solamente dos hombres delante suyo. En la verja estaban esperando varias decenas más. Todos fuertes, todos rusos, todos marineros. Eran, supo entonces, los famosos «Potemkinzi”.

Hizo pasar a todos a su casa, escucharon música en el fonógrafo y empezaron a cantar en ruso. La mujer de Aranovich cocinó 130 empanadas, que fueron festejadas por la recién llegada comitiva. Sirvieron alcohol, bastante alcohol. Aranovich tenía delante suyo a los protagonistas de una rebelión que había seguido palmo a palmo cuando se realizaron los acontecimientos, hacía tres años ya. Dymchenko y los suyos narraron una vez más su historia, las consecuencias y la travesía que habían emprendido desde Liverpool hacia el nuevo mundo, por recomendación de sus amigos ingleses.

«Mientras se encontraban en mi casa la mañana de su llegada, fui a buscar y enseguida alquilé para ellos una casa en el pueblo, donde se alojaron todos provisoriamente”. Aranovich les buscó trabajo. «En aquel tiempo se construía la línea del ferrocarril de la Compañía General de la Provincia de Buenos Aires. Como conocía a uno de los ingenieros, que era mi cliente, le recomendé la cuadrilla de mis protegidos (sin mencionar, por supuesto, su procedencia) para hacer terraplenes”. Sin embargo, el trabajo era a destajo y los sueldos eran demasiado bajos, por lo tanto los «potemkinzi” pronto abandonaron las vías. «Me visitaban los domingos, se entretenían mucho con los discos rusos de mi fonógrafo, me contaban detalles de la epopeya del Potemkin, de sus penurias en Rumania”.

En sus memorias, el doctor Demetrio Aranovich cuenta cómo a los pocos meses comenzaron a dispersarse por el país. Y cómo luego del triunfo de la revolución bolchevique la mayor parte de ellos volvieron a la madre patria rusa, que ahora los aguardaba con la forma de un gobierno de los trabajadores. Pero no todos. «Dymchenko fue a buscar fortuna al Paraguay, pero con mala suerte. Cuando volvía de allá por el río, sobre una balsa, murió en el viaje. Sus dos acompañantes, gente de mala calaña, dijeron que murió porque los mosquitos le chuparon toda la sangre. Sospecho que lo asesinaron, pues tenía un poco de dinero, según los datos que recogí después de sus compañeros. ¡Pobre hombre! Era el más simpático del grupo”. Así anotaba Aranovich.

Se dispersaron por el país, emigraron algunos a Estados Unidos, volvieron luego en masa a la que entonces sería la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Habían vivido en la Argentina, en la pampa argentina, ellos, unos héroes del proletariado ruso, digamos, unos hombres que habían querido hacer la revolución, indignados porque los querían hacer comer carnes con gusanos, mientras navegaban en el acorazado Potemkin. Mientras tanto, queden estas líneas que dan testimonio, mediante unas memorias nunca impresas, de cómo unos rudos marineros rusos y forajidos y revolucionarios recalaron en Carlos Casares, allá por mil novecientos ocho.



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