02/04/2015

Billie Holiday: cosecha amarga

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Nadie cantó las palabras «hambre” y «amor” como Billie Holiday. Y todas sus canciones eran la misma canción: fragmentos del pecado original de haber nacido mujer, negra y pobre en una sociedad despiadada y racista. Más de medio siglo después de su muerte, el legado de la vocalista de jazz más importante del siglo XX permanece inmarchitable, esperando nuevos desafíos. Por Pikara


A mediados de febrero de 1958, Billie Holiday entró en un estudio de grabación, por penúltima vez en su vida, para registrar el álbum «˜Lady In Satin»™. Tras años de adicciones y penurias, su voz se había convertido en un instrumento de viento oxidado: apenas un pausado lamento, sin amplitud ni hondura, moviéndose lentamente a través de una orquestación dirigida por un arreglista sin experiencia. Tras dos únicas sesiones, Holiday acabaría firmando el mejor disco de toda su carrera; un documento crudo y estremecedor que destilaba, como ningún otro, el tema esencial de su arte: la experiencia de ser una mujer negra, largamente humillada por sus semejantes, en una sociedad racista y despiadada.

Cuarenta años antes, Billie Holiday era tan solo Eleanora Fagan, una niña pobre que estaba creciendo muy deprisa. Tal y como recordaría años después en su autobiografía, Lady Sings The Blues (Tusquets, 1998), en su propio nacimiento parecía estar inscrito el signo de la servidumbre: «Fue un milagro que mamá, Sadie Fagan, no fuera a parar al correccional y yo al reformatorio. Pero ella me quiso desde el mismo instante en que notó en su vientre un suave puntapié mientras fregaba suelos. Se presentó en el hospital e hizo un trato con la directora: para pagar su estancia y la mía se ofreció a fregar los suelos y a atender a las demás mujeres que esperaban tener a sus hijos. Trato hecho: mamá tenía trece años ese miércoles siete de abril de 1915, cuando yo nací en Baltimore”.

Antes de cumplir los dieciséis, sin embargo, el reformatorio no había sido para la propia Eleanora el peor de los males: sometida a abusos sexuales desde muy joven, acuciada por crecientes problemas económicos, no tardaría en convertirse en «una fulana de veinte dólares el polvo”, como ella misma llegó a definirse en sus memorias. Fue precisamente en un prostíbulo de Baltimore donde, en los numerosos días en los que ni siquiera llegaba a ver un centavo, halló un cierto consuelo en la máquina de discos del local.

Aferrada a aquella jukebox, descubrió que las canciones de sus ídolos le ayudaban a fertilizar su propio talento para la música. Sólo admiraba a dos personas en el mundo. Una era Bessie Smith, la emperatriz del blues que cantaba la canción más triste posible: «Nadie te quiere cuando no tienes donde caerte muerta”. Otro era Louis Armstrong, el trompetista de Nueva Orleans cuya voz sonaba como un motor a punto de quemarse. A lo largo del día, Eleanora ponía sus discos una y otra vez, cantando por encima, construyendo poco a poco el estilo que la haría famosa. Fue una búsqueda relativamente fácil: aunque poseía un rango vocal limitado y estaba desprovista de cualquier tipo de técnica, disfrutaba tanto cantando que sólo tuvo que aprender a desbravar sus emociones, trabajándolas como si fuesen la única materia prima a su alcance.

Cuando reunió el valor suficiente, y tras una primera entrada en la cárcel por agredir a una trabajadora del prostíbulo, decidió probar fortuna en el mundo del espectáculo. Poco tiempo después estaba llamando a las puertas del Pod»™s And Jerry»™s, un club de prestigio situado en la calle 133: el centro neurálgico del swing neoyorquino. Primero lo intentó como bailarina, siendo rechazada de inmediato por el dueño del local. Después redobló fuerzas en la audición como vocalista, interpretando «˜Travellin»™ All Alone»™, con la que detuvo el tiempo durante tres minutos: «Si a alguien se le hubiera caído un alfiler, habría sonado como una bomba. Cuando finalicé, todos aullaban y levantaban sus vasos de cerveza”. Eleanora Fagan se convertía así en Billie Holiday, un nombre artístico que encerraba la gran paradoja de su vida. Billie evocaba explícitamente a Billie Dove, la gran estrella femenina (y blanca) del cine mudo, una encarnación del éxito y relumbrón de Hollywood. Holiday era su apellido paterno: una línea directa con el padre ausente, con sus ascendientes esclavos, con el estigma de la negritud y la pobreza.

Esa tensión perviviría en ella para siempre. Descubierta en 1933 por el productor y cazatalentos John Hammond (una figura clave en las carreras de Bob Dylan, Aretha Franklin o Leonard Cohen), Billie se convirtió en la voz de las mejores orquestas del momento, incluyendo la de Benny Goodman, el rey del swing de Chicago. Había aprendido rápido: en sus primeras grabaciones con Goodman, se presentaba ya como una artista completamente formada, poseedora de un fraseo elástico, de una dicción precisa con la que apuntalaba cada sílaba, como si cada una incluyese información relevante en los dramas que estaba representando.

Pero, fuera de los focos, Billie no era ya la vocalista que estaba empezando a deslumbrar al público. En las trastiendas de los clubes, fuera del estudio de grabación, era sólo una mujer tragando combustible para sus canciones. Se lo proporcionaban los dueños de los locales cuando la obligaban a entrar por la puerta trasera, escatimando sus honorarios, prohibiéndole mezclarse con el público blanco. Y también sus parejas, maltratadores sistemáticos a los que después retrataba en canciones como «˜My Man»™ o «˜Ain»™t Nobody»™s Business If I Do»™.

Entre 1935 y 1942, Billie extirpó sus blues en más de cien grabaciones. A menudo junto al saxofonista Lester Young, el gran amor de su vida, quien la coronó para siempre con el apelativo de Lady Day. Siempre construidas con poco presupuesto, con el apoyo de pequeños grupos de jazz y despachadas en sesiones rápidas, como si Billie no fuese consciente de estar obrando el canon en el que se inscribirían todas las vocalistas de jazz posteriores. Ni siquiera se seleccionaba el mejor material posible: junto a estándares jazz de gran belleza, la vocalista deslizaba composiciones mediocres, melodías discretas que sublimaba con su característica hondura emocional, insuflándoles emociones nuevas.

Con este repertorio, y junto a la gran big band del pianista Count Basie, Billie comenzó su vida en la carretera. El tour por Estados Unidos junto a Basie, que se alargaría durante dos años, arrancó con la vocalista convertida en estrella principal: el conjunto, pasaba por un momento bajo, encallecido en auditorios desiertos, y confiaba en que el magnetismo de Billie atrapase de nuevo al público. Pero la decisión tuvo efectos agridulces: noche tras noche, la audiencia se rendía ante sus poderes escénicos, pero al bajarse del escenario la realidad volvía a arrojarla al foso de los leones. Los descansos entre función y función discurrían en los callejones traseros de los clubes, a años luz del público blanco. En ocasiones, la humillación la perseguía incluso sobre las tablas, donde se veía obligada a teñirse la cara con betún, pues no resultaba «lo suficientemente negra” en comparación con el resto de los músicos.

Las cosas no cambiaron mucho cuando decidió abandonar a Basie para unirse al conjunto de Artie Shaw: junto a él, se convirtió en una de las primeras vocalistas negras en unirse a un grupo formado por hombres blancos, desatando el rechazo de los promotores. Durante meses, las canciones de Billie Holiday desaparecieron de las emisoras radiofónicas casi por completo.

Lejos de darse por vencida, en 1939, la artista decidió desbrozar un nuevo camino en su carrera, presentándose en solitario ante audiencias que no habían sucumbido ante la lacra del segregacionismo. La primera parada tuvo como marco el Cafe Society, en el Greenwich Village neoyorquino: un pequeño oasis de vientos progresistas, frecuentado por las clases altas de la ciudad.

Aquella noche, Billie salió al escenario y se metió al público en el bolsillo. Tanto que, tras finalizar el show, volvió a salir para brindar a la clientela la última interpretación de la velada. Y entonces comenzó a cantar: «De los árboles del sur cuelga una fruta extraña / sangre en las hojas y sangre en la raíz / cuerpos negros balanceándose en la brisa sureña”. Billie con la cabeza inclinada hacia atrás, una gata con las uñas metidas, con los ojos medio cerrados, como un día la describió el escritor Boris Vian. Y siguió cantando: «Aquí está la fruta para que la arranquen los cuervos / Para que la lluvia la tome, para que el viento la aspire, para que el sol la pudra, para que los árboles la dejen caer/ Es una extraña y amarga cosecha”. Y de repente, la canción cesó. Cuando las luces se encendieron, indicando el fin del concierto, no se escuchó ni un solo aplauso en la platea. Para entonces, Billie ya estaba vomitando en el camerino, extenuada por el voltaje de su interpretación. Con su evocación de los negros y negras ahorcados en el sur de los Estados Unidos, acababa de estrenar una de las composiciones capitales del siglo XX, fundando de paso la canción protesta moderna.

El mito estaba pidiendo paso, pero su construcción se demoraba. Por un lado, Holiday podía codearse en Hollywood con Lana Turner o Bette Davis, o presentarse con gran éxito en el Royal Albert Hall londinense. Sin embargo, en cuestión de meses, Nueva York le devolvía a lo más bajo del escalafón: a los pequeños clubes dominados por la segregación, y a una soledad que había comenzado a mitigar con heroína. Ella misma se volvió refractaria al éxito, cargando contra el público acomodado que vampirizaba canciones como «˜God Bless The Child»™: duras instantáneas sobre el ansia de emancipación y el dolor por la madre perdida, en cuyas interpretaciones Billie se dejaba la piel en vano.

En su nefasta triple condición de mujer, negra y drogadicta, no tardaría en convertirse en la cabeza de turco perfecta para el Departamento Federal de Estupefacientes. Las consecuencias de la cacería no son difíciles de imaginar: aun con triunfales reapariciones que prometían una estabilidad ilusoria, Billie fue expulsada reiteradamente del circuito de clubes, y amordazada de todas las formas posibles. El calvario no excluyó la cárcel, ni las falsas acusaciones por posesión de drogas, y dejó cifras significativas: tras su muerte en 1959, Lady Day congregó a tres mil personas en su funeral, pero en su cuenta bancaria apenas había un dólar. En su autobiografía dejó escrito un aviso para navegantes: «Puedes ir vestida de raso, con gardenias en el pelo, y no ver una sola caña de azúcar en varios kilómetros a la redonda, y aun así seguir trabajando en una plantación”.



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