24/12/2009

El centro comunitario «La Casa» en peligro de desalojo

la_casa_3.jpg El Centro Comunitario «La Casa» (Escalada 1648, Capital Federal) funciona en un edificio recuperado por familias. El lugar era un sanatorio que luego quebró en el 2001. Desde ese momento un puntero explotó el sitio para beneficio personal, pero varias familias lo recuperaron y lo transformaron de inmueble abandonado en vivienda y centro comunitario. Este lunes 28 de diciembre pueden ser desalojados, según la última orden judicial recibida, y unas 30 familias podrían pasar año nuevo a la intemperie. Mariano Garrido, maestro de varios alumnos que viven ahí, relata la historia del lugar.


Acerca de la intemperie

Cinco mujeres reunidas en torno a una mesa hablan y cuentan su experiencia. Hablan acerca de cómo se enfrentaron a caciques mafiosos bancados por el comisario de turno, rememoran cuando impulsaron el comedor comunitario, comentan por qué tuvieron que desprenderse de otros líderes, que se comportaban de manera demasiado similar a los punteros de antes. En definitiva, hablan del viejo tema, tan viejo como toda épica; el de la lucha por la vida, más difícil sin un techo. Hablan de cómo hacer para que esa mesa en torno a la cual hay ahora un puñado de mujeres que hablan no esté nunca más vacía.

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María toma la palabra y cuenta cosas increíbles. Tal vez más increíbles por el tono sereno con el que las cuenta, por la voz suave y fluida con que las acompaña en su evocación. Dice que fue hace más de dos años, cuando varias familias sin techo, llenas de desesperación pero también de coraje, lograron mediante una toma sacar al puntero que regenteaba el edificio. Son las dos de la madrugada, pero todos la escuchan atentos y sin parpadear. María cuenta cómo aquel personaje lucraba con la desesperación de los inquilinos, a los que amontonaba en piezas de 3 por 3 y les cobraba hasta $ 500 ó 600 al mes. Y que además les cobraba aparte la luz, luz por la que él no pagaba un centavo. Y que tenía para él y su familia las mejores partes del edificio; hasta una habitación para su perro. A este amigo de polizontes y dealers, y a todos sus laderos, los ocupantes del ahora centro comunitario «La Casa» lograron echarlos. Y lo hicieron con mucha audacia, y no menos organización. Hubo que pelear, sin retórica; hubo que poner el cuerpo. En la entrada contra los matones que, desde adentro, se habían adueñado del predio, hubo golpes, roturas. «De haber sabido que la pieza aquella después la íbamos a ocupar nosotros, no habría roto así la persiana», se ríe Gloria y asiente Vicky, y señalan una ventana algo desvencijada, rota en aquel momento para poder recuperar su vivienda. Era 10 de noviembre de 2007, y la pelea ancestral por un techo insinuaba una victoria.

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María cierra el relato, y mira fijo a sus interlocutores. Su historia, y la de sus compañeras, es increíble. Pero todos le creen.

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Afuera hay carteles y pintadas hechas por los miembros del centro comunitario «La Casa»; los vecinos pasan y a veces los leen. La gente de las inmediaciones del edificio se divide entre los indiferentes, los hostiles y los solidarios, como suele pasar ante todo reclamo. Un manojo de docentes se hace presente, y colabora con tareas de organización y propaganda; lo mismo algunas organizaciones barriales. No faltará alguna señora que escoba en mano, tras barrer la vereda, suelte un juramento en tono de blasfemia contra estos vecinos, y mientras tanto realice cálculos acerca del valor de su inmueble con y sin ellos viviendo allí cerca, creyendo en la conveniencia de un desalojo. Cerca del cartel que marca 1648 de la calle Escalada, en el barrio porteño de Parque Avellaneda, hay otro letrero mucho más grande y pintado en el piso. A manera de manifiesto, de respuesta, consigna o bandera, con letras gruesas han escrito en la vereda de La Casa: «la propiedad privada es un invento de los dueños».

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El predio debe ser desalojado. Antes de fin de año. Sin margen de negociación. Lo que no logró una pandilla de punteros armados, lo quiere lograr un magistrado mediante un dictamen, y el uso generoso de la infantería. Una sociedad anónima de perfil dudoso o directamente fantasmagórico reclama el predio judicialmente. Se ejercitan los dedos sobre las calculadoras, no ya de vecinas ganadas de manera amateur por la especulación, sino de algún que otro emprendimiento inmobiliario que se profesionaliza en ella, y se relame ante el próximo bocado: edificar, presumiblemente, alguna torre con la que estafar en incómodas cuotas a la clase media pretensiosa. Su señoría pone como fecha tentativa un día que no es cualquier día; elige una fecha nada casual. Si bien es domingo, el juez señala el 20 de diciembre para que los moradores abandonen el edificio. Será justicia.

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Varios niños corretean por la calle. El piberío se mantiene, en apariencia, ajeno a la inminencia del desalojo, pautado hasta ahora de manera definitiva para este lunes, 28 de diciembre de 2009. Ellos corren y juegan. Son algo más de una docena de nenes que van a escuelas de la zona. El señor juez ha determinado que la casa de esos pibes, ese edificio de un sanatorio quebrado en 2001, que se mantenía abandonado y donde las ratas se reproducían alegremente, debía mantenerse en aquel estado. Más de 30 familias transformaron desde dos años a esta parte ese lugar, logrando que funcionara un comedor, desarrollando actividades culturales, organizándose en forma de cooperativa y proyectando mejoras en ese edificio ocioso y derruido que convirtieron con esfuerzo en su hogar.

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La justicia es clara; la ponderación de la propiedad privada, sagrada. La democracia para ricos muestra por televisión modelos desfiguradas por costosos cirujanos y patovicas millonarios que sonríen con ordinariez detrás de la ventanilla de su coche blindado. Eso es el éxito, se afirma, y vale todo para alcanzarlo. En esa misma pantalla, recuadro mediante, se demoniza a quienes luchan por vivir con una dignidad arrebatada, y que tratan de recuperar a contracorriente. El viejo lema nunca cumplido de libertad, igualdad y fraternidad va desapareciendo de la boca de la burguesía, y ya no es ni siquiera la triste mueca mentirosa de antaño. Ocupa ese lugar una dentadura prolija pero postiza, que no puede ocultar un aliento putrefacto que sigue invitando al consumo como toda osadía.

De este lado, algunas banderas se van izando, retomando la palabra igualdad, pero resignificándola desde la mirada de la clase subalterna. Decía en tono de corrosiva sentencia el escritor parisino Anatole France hace más de cien años, acerca de ese cacareo sobre las igualdades que, justamente, no salen del papel: «Todos los pobres tienen la libertad de morirse de hambre bajo los puentes de París».

Lo dijo con sarcasmo -pero también como denuncia- este intelectual francés hace un siglo. Lo firmó como dictamen conminatorio un juez porteño hace minutos.

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La pelea de los que no se resignan a los puentes que generosamente ofrecen para los pobres, siempre y cuando ninguna patota paraestatal los quiera desalojar también de allí, y los destellos de solidaridad de clase que puedan expresarse, dirán cómo y dónde encontrará el nuevo año a estas familias.

Mariano Garrido; maestro de escuela, D.E. 13º


Contacto:

Para enviar adhesiones o ir a ver las actividades sociales y culturales que se realizan en el centro comunitario «La Casa»:

 Marcela: 15-4161-5383

 centrocomunitariolacasa@yahoo.com.ar



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