27/04/2019

¿De quién es la economía colaborativa?

Uber espera salir a bolsa en los próximos días. Según datos de la prensa de Estados Unidos, el coloso espera conseguir una valoración bursátil en torno a los 80.000 millones de euros. Las cifras de su valor en el mercado son astronómicas. ¿En manos de quién están las empresas de la mal llamada economía colaborativa? Por Genoveva López / El Salto.


En menos de una década, las empresas más representativas de la economía colaborativa, como Uber, Airbnb o Lyft, han alcanzado cifras estratosféricas en inversiones y en valor de mercado. Además de sus cifras, llama la atención los conflictos sociales que han despertado.

En este escenario encontramos posiciones a favor y en contra de las mismas. Las primeras, representadas por las organizaciones empresariales que aglutinan a las principales compañías de economía colaborativa, la defienden por suponer una disrupción en mercados obsoletos que necesitan renovación, lo que Schumpeter, el economista austriaco que encontró su esplendor en los años 30 del siglo pasado, definió como destrucción creativa, el proceso de transformación social que acompaña a la innovación para introducir una nueva función de producción. Las segundas la critican por ser, en la actualidad, uno de los peores ejemplos de la extracción de valor —de trabajo y de capital— que está dejando un reguero de personas perjudicadas tras de sí.

¿Qué dicen que es la economía colaborativa?

Según Sharing España, la organización que representa al conglomerado de empresas que se agrupan bajo esta etiqueta, y Adigital —la Asociación Española de Economía Digital—, hay tres elementos fundamentales para definir la economía colaborativa: que exista una plataforma digital, relaciones entre iguales y la intermediación de la oferta y la demanda para aprovechar recursos de manera eficiente. Pasemos a analizar si, efectivamente, la economía colaborativa cumple los criterios que establecen aquellas organizaciones que la representan.

Las plataformas digitales, efectivamente, juegan un papel muy importante. Mayo Fuster Morell, investigadora de economía colaborativa, movimientos sociales y comunidades digitales de la Universidad de Harvard y del MIT Center for Civic Media, afirma que la “economía colaborativa es un tipo de economía de plataforma con características colaborativas”. Nadie pone en duda el papel fundamental que ha tenido la tecnología en el lanzamiento de esta nueva forma de relacionarnos social y económicamente. Sin embargo, cuando hablamos de “las relaciones entre iguales y los recursos infrautilizados” como características fundamentales, los sectores críticos levantan la voz.

Samer Hassan, investigador en colaboración descentralizada, investigador principal del proyecto P2P Models, colaborador de la Universidad de Harvard y profesor titular de la Universidad Complutense, estudia desde hace más de diez años la economía colaborativa en sus distintas vertientes, así como alternativas a la misma. Hassan plantea, además, tres propiedades: su infraestructura está centralizada en núcleos de control de datos, sus comunidades no tienen ninguna influencia en la toma de decisiones de las plataformas y, finalmente, se ha producido una importante concentración de beneficios en unas pocas manos que no redistribuyen los réditos de manera proporcional entre las personas que comparten sus recursos.

De hecho, cuando Sharing España habla de relaciones entre iguales, hace referencia a una parte muy pequeña del pastel, que son los usuarios que se intercambian recursos. Sin embargo, tras la tecnología, existen grandes grupos empresariales de capital privado. Es por este motivo que Fuster advierte de que “el gran reto de la economía colaborativa es que nos puede traer un capitalismo mucho más salvaje y una agudización de sus prácticas extraccionistas”.

Si consultamos las manos que están detrás de las principales empresas de la llamada economía colaborativa, se hace evidente la concentración de capital. Veamos los ejemplos de las más grandes:

Quizás lo que más evidencian estos datos es que la economía colaborativa es economía financiera pura y dura. Hay poco de colaboración y de reparto de recursos entre iguales.

Según el autor Nick Srnicek en su obra Capitalismo de Plataforma, el modelo financiero y de crecimiento de la economía colaborativa se asemeja mucho a la burbuja de las punto-com de los años 90: “Muchos de estos negocios no contaban con ningún tipo de ganancia, la esperanza era que mediante un rápido crecimiento iban a ser capaces con una parte del mercado y eventualmente dominar lo que se asumió sería una gran nueva industria. […] Fue una época alentada por la especulación financiera, que estaba a su vez alimentada por grandes cantidades de capital riesgo”.

Detrás de las tres firmas más grandes de economía colaborativa —Uber, Airbnb y Lyft— efectivamente hay un porcentaje altísimo de fondos de capital riesgo —empresas que invierten en negocios de alto riesgo, muy disruptivas, y que buscan un enriquecimiento inmediato asumiendo también posibles pérdidas—, fondos de inversión, fondos soberanos y hombres muy ricos. No es sorprendente.

Las tres grandes: Uber, Airbnb y Lyft

El gigante de la movilidad Uber, situada en San Francisco, que se encuentra presente en 600 ciudades alrededor del mundo, empezó su andadura con un capital semilla de 200.000 dólares, allá por 2009. A lo largo de los años ha recibido inversiones por valor de 25.000 millones de dólares y cuenta con un valor de mercado de más de 120.000 millones. A pesar de estas cifras exorbitantes, la empresa no ha hecho más que dar pérdidas. El último dato presentado por la empresa en sus informes internos arrojaba unas pérdidas de 1.100 millones de dólares y tan solo el año pasado consiguió ganancias por circunstancias atípicas —desinversiones en China, por ejemplo—. En pocos días saldrá a bolsa y, por ahora, parece que solo se mantiene debido a las mil millonarias inyecciones de dinero que recibe por parte de empresas de capital riesgo como Founder Colletive y Crunch Fund, bancos como Goldman Sachs, Morgan Stanley o Citigroup, gigantes de la tecnología como Google o Baidu, o grandes inversores como Jeff Bezos —el fundador y director ejecutivo de Amazon—, Troy Carter —de Spotify— o Scott Banister —de Paypal—. También aparecen fondos públicos de inversión como el de Arabia Saudí, que invirtió a través de su capital riesgo SBT más de 3.500 millones de dólares, o Qatar, que, a través de su Qatar Investment Authority, invirtió más de 1.200 millones. El pasado 26 de marzo, Uber compró Careem por 3.100 millones de dólares, su análogo en Dubai, que cuenta con el mercado de Oriente Medio, en un intento de copar el servicio en la zona.

En el caso de Airbnb, radicada también en San Francisco, el patrón es el mismo. La empresa oferta 5 millones de habitaciones en 81 mil ciudades del mundo. Empezó con un capital semilla de 20.000 dólares y su valor de mercado está en torno a los 31.000 millones hoy en día. Ha recibido financiación por valor de 4.500 millones desde su fundación en 2009. Entres sus inversores se repiten muchos con el gigante anterior, aunque encontramos también nombres nuevos, como los de Citigroup, JP Morgan Chase o American Express, todos ellos gigantes de las finanzas a nivel mundial. El Gobierno chino invirtió 100.000 millones de dólares en 2017.

Lyft es menos conocida en nuestro país. Nació también en San Francisco y tiene un modelo de negocio similar al de Uber. Se fundó en 2012 con un capital semilla de 300.000 dólares y en la actualidad ha recibido inversiones por valor de casi 6.000 millones de dólares por parte de inversores privados como Jaguar, Land Rover, diversos fondos de inversión o el fondo de inversión público de pensiones de Canadá. Su salida a bolsa se realizó el pasado 28 de marzo y ha alcanzó inversiones por valor de 2.200 millones de dólares. Su valor actual en el mercado es de 23.000 millones.

De todas las inversiones recibidas por las tres empresas, tan solo aparece el nombre de una mujer como inversora individual, Cyan Banister, inversora en Uber. El resto de los millonarios, son hombres.

El uso eficiente de los recursos

No podemos obviar, tal y como afirma Hassan, la acumulación de capital, datos y cuota de mercado que se está llevando por delante la economía de plataforma y mal llamada economía colaborativa.

Silvia Díaz-Molina investiga en la Universidad Complutense de Madrid la economía de plataforma y sus alternativas desde la antropología y el feminismo. La investigadora afirma que “difícilmente la economía colaborativa puede conseguir un cambio de modelo cuando está inmersa en la economía de mercado. Juega sus mismas reglas y lenguaje y acaba reproduciendo la desigualdad constitutiva del sistema neoliberal-capitalista”.

“El proceder de Airbnb encaja perfectamente con las lógicas financieras dislocadas y refinadas, que son las que están detrás de, efectivamente, las expulsiones que se dan en las ciudades globales», advierte la investigadora.

Lo que nos contaban que iba a ser una nueva forma amable de compartir recursos es, hoy en día, una forma más de extracción de valor del trabajo de muchas personas, con el agravante de la prácticamente nula aportación a las arcas públicas. “Hay muchos efectos derivados. Este tipo de plataformas de corte extraccionista capitalista tienen modelos económicos de evasión fiscal y no contribuyen allá donde actúan. Pensamos que Uber cuestiona los derechos laborales, pero no es solo eso, este modelo económico cuestiona el Estado de bienestar en su conjunto”, advierte Fuster.

Es necesario llevar a cabo acciones que planteen alternativas al modelo de plataforma a través de la propiedad colectiva, modelos de gobernanza democráticos, la propiedad de las infraestructuras y los servidores y los intercambios, esta vez sí, entre iguales. La investigadora ve posibilidades si las cosas se dieran de otra manera. “Lo que me parece más esperanzador es que se puede abrir un horizonte de democratización económica que hasta ahora no teníamos. La economía colaborativa puede apuntar a una escalabilidad de la economía social y solidaria, del cooperativismo” afirma. Según la experta, la fuerza está en la organización de las ciudades de manera conjunta para luchar contra las grandes corporaciones. La economía colaborativa “pone sobre el tablero el rol de las ciudades porque estas empresas se concentran en las mismas, pero las competencias de regulación de las plataformas no están en las ciudades, sino en la Unión Europea en nuestro caso. Hace falta revisar un sistema de multigobierno para darle más peso a las ciudades”. Asimismo, apuesta por una plataformización de las administraciones locales “en el sentido colaborativo”. “Podrían adoptar dinámicas colaborativas dentro de las instituciones apoyados por plataformas digitales, por ejemplo, es el caso de Decidim que es una plataforma digital que se utiliza para decidir las políticas en el entorno de Barcelona y es un buen caso de cómo la economía de plataforma puede dotar de recursos para mejorar la innovación pública y democratizar las instituciones”.

Srnicek no ve tan claro que exista una alternativa cooperativista al modelo, pero sí coincide en que los Estados “deberían invertir enormes recursos en la tecnología necesaria para apoyar estas plataformas y ofrecerlas como servicios públicos, para distribuir recursos, posibilitar la participación democrática. Quizás hoy tenemos que colectivizar las plataformas”, propone el autor.

Fuente: El salto



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