16/11/2013

El fuego invisible de un exilio

Publicada por la editorial Milena Caserola, «Los ojos de la intemperie», de Marcelo Caruso, recrea la historia de una caída y la resistencia de un hombre que ante la perdida y las desgracias de una vida busca sobrevivir y reorganizar su sentido de la existencia. En la siguiente entrevista, el autor cuenta los orígenes de una historia que desde la literatura y sin golpes bajos narra la profundidad de una esperanza que en lo más profundo de una tormenta todavía tiene fuerzas para ver y creer. Por ANRed

Los sábados a la tarde, con calor, todo mortal se da cuenta que no son los ideales para hacer una entrevista. Solo que a veces lo que algunos llaman destino y otros meros encuentros funciona así, sin demasiado orden, con cierta prepotencia en medio de lo urgente y lo cotidiano para establecer un mínimo acuerdo en un punto intermedio de una ciudad. Por ejemplo el Parque Rivadavia en un sábado de sol infernal, en un día como hoy donde quedamos con Marcelo Caruso para hablar de su último libro “Los ojos de la intemperie”, una novela que le llevó más de cinco años escribir y corregir.

El punto de encuentro es en alguna de las mesas de ajedrez hechas con cemento, al lado de los puestos de venta de libros usados. Cuando llego, Caruso está parado usando el celular, tiene cerca de 45 años, el pelo largo con algunos mechones canos y un morral de cuero en uno de los hombros. Lleva anteojos de sol espejados. Nos saludamos. Nos sentamos y yo saco el grabador, un Mp3. «Ah,¿ con eso vas a grabar?», pregunta mientras saca un poco de tabaco de un estuche y se arma un cigarrillo. “Yo no confío en esos aparatos”, dice. Le contesto que yo tampoco, que lo uso porque son prácticos. Caruso enciende el cigarrillo, yo prendo la grabadora y como no tengo mucho tiempo le pregunto de golpe dos cosas: la primera es si me puede armar un cigarrillo y la otra es que me cuente como empezó a escribir esta historia.

“En realidad», dice mientras saca más tabaco,» estuve muchos años abocado a la poesía, y en un punto sentí la necesidad de abrirme a otras lecturas, necesité un respiro. De esa necesidad nace la idea de escribir en prosa, o en realidad de escribir en una prosa menos poética, porque yo ya en otro libro escribí en prosa, pero era una prosa más poética. Entonces todo, te decía, nace de esa necesidad de respirar a partir de un fuerte quiebre que tuve en el 2002. En el 2001-2002 yo fuí uno más de los damnificados por la crisis. Eso fue fundamental porque yo soy un desclasado más, un exiliado. El 2002 me pone en la calle. Y al estar tan pegado a la poesía es como que necesité un nuevo lenguaje, un nuevo lugar». Caruso me pasa el cigarrillo y el encendedor. Lo prendo y mientras se acomoda el pelo continua recordando la crisis que lo llevo a cambiar de aire. «También fue un cambio de clase», dice después de una larga pitada, «un exiliado extraña su rutina, sus cosas, su gente, en definitiva también su cultura de clase. Todo desclasado es un exiliado. y a partir de eso es que me conecto con mi personaje Enzo Bruno, un hombre que no deja de perder cosas pero que al mismo tiempo entiende que tiene que seguir pisando, caminando esta realidad que lo enfrenta, que lo desafía». Caruso le da otra pitada a su cigarrillo, y pienso en las miles de historias que dejó esa crisis, historias que en la mayoría de los casos quedan afuera de la literatura. Me pregunto por qué, si es así porque faltan escritores de esa clase social o si todo se reduce a que a esas historias de dolor y perdida a la literatura les queda chica. Un exilio, pienso, es un no lugar, un espacio de transición hasta volver a la antigua casa o encontrar nuevo arraigo en nuevo territorio. Un fuego invisible que alimenta el dolor de la perdida y que deja una marca imperecedera en la experiencia de volver a pararse para reconstruir una vida. La crisis económica fue un exilio forzado que muchos intentan o intentaron ignorar. Pero como en las guerras las ruinas siguen hablando del pasado y de como este continua hablando en el presente.

Caruso, ahora exala un poco de humo y recuerda que la historia empezo como un cuento, no como una novela. «Un día», continua diciendo,» voy al taller de Pablo Ramos con un cuento de veinte páginas, lo leo entero y al final de las críticas de repente me doy cuenta de que tengo una historia y una novela. Me encontré con una vibración, con un lugar. Si bien, por momentos cierta poesía aparece, nunca había escrito una prosa tan dura, tan realista». ¿Pero te llevó mucho encontrar la forma de llevar a la ficción los recuerdos de eso que viviste? Pregunto y empiezo a sentir que cada vez más calor. Caruso se queda en silencio unos segundos apaga el cigarrillo y saca un papel para armarse otro. Busca una respuesta en ese silencio, en ese acto construir una pausa para encontrar las palabras. Alrededor nuestro el parque parece más animado. Cerca, a unos metros, unos chicos ahora juegan a la pelota. En la mesa de enfrente dos viejos se sientan y sacan un antiguo reloj de madera y colocan las piezas de ajedrez. Caruso prende el cigarrillo y lentamente contesta. «Pasó un tiempo hasta que la escribí «, dice y mira tranquilamente el cielo, «pero algo que quiero dejar en claro es que no es totalmente autobiográfica. Hay cosas que sí, claro, pero no su totalidad». Lograste, le digo para encauzar de nuevo la pregunta, encontrar una distancia en la manera de contarlo, desde el narrador, desde donde se cuenta la historia…

Caruso da una pitada y luego se seca con el dorso de la mano una gota de sudor de la frente. El sol cada minuto parece estar más alto. «Si, pero lo fui puliendo», dice, suelta el aire lentamente, y luego agrega: » necesitaba una distancia con mi personaje. No tuve tanto control con el resto de los personajes pero si con Enzo. Yo lo tenia visualizado a Enzo, un tipo que siente, que se recompone todo el tiempo, que observa mucho y se conecta con lo que lo rodea y eso lo completa. Y justo leí algo que me impacto de Peter Handke y que quedó como introducción del libro». Caruso me hace una seña con la mano de que espere. Señala el grabador y busca algo en su morral. Saca su novela, se aclara la voz y lee: «Cada palabra no pronunciada pero hecha escritura traia a las demás. Y el respiraba sintiéndose unido al mundo». «Esas frases,» dice cerrando el libro y volviéndolo a guardar, » para mi definieron a Enzo, el estaba recomponiéndose, estaba ordenando su vida. Él sabe que el norte de él tira hacia su hija. Todo lo demás en su vida sucede, es secundario, hay algo como inhóspito en su vida pero en su hija el encuentra un lugar, un lugar donde ubicarse. «

Caruso se saca los antejos de sol y los deja sobre la mesa. Yo miro el sol y siento tanto calor que me voy por unos segundos de la entrevista. Entre los puestos de libros pasa un hombre con su carrito de café y Caruso lo llama. Me pregunta si quiero un cortado. Le digo que no y me toco en el pecho la remera mojada. Él le pregunta al hombre si tiene el café preparado sin azúcar. El hombre le contesta que no. Caruso dice «que lástima, a mi no me gustan que vengan tan azucarados», pero igual pide uno. Espera, paga su café y vuelve a sentarse. » ¿En que estábamos?» me pregunta. Y yo le digo que estábamos hablando de su personaje Enzo, del orden y el desorden, de los lugares donde una persona, en este caso su personaje, puede anlclar un sentido para seguir luchando. Le confieso que lo que me gustó de la novela, de la historia de su personaje es que pese a ser una situación muy dura no cae en la sordidez, sino que deja lugar para la esperanza. Caruso toma un sorbo de café, y sonríe. «Sí», confirma, «no hay estereotipos. Y es fácil caer en eso, más en estos tiempos de hoy. Algo curioso es que nadie me dijo o nadie se dio cuenta que en la novela no hay un puto celular, no hay una computadora. Se vive la historia desde lo vivencial y lo emotivo, con cierta solidaridad comunal. A partir de una escritura que narra y se centra en la acción y no tanto en lo descriptivo, lo vívido de la historia cobra fuerza».

Mientras lo escucho, me doy cuenta de que apenas le dí dos pitadas a mi cigarrillo, que se me consumió en el tiempo donde se iba explicando eso que muchas veces en cada escritor es un motor difuso que alimenta la corriente sanguinea de sus sueños, de sus demonios, de sus palabras. Enzo Bruno no es Caruso, pero si hay un lugar donde se tocan los mundos de la ficción y de la vida. Lo intuyo cuando su mirada busca un espacio en el exterior, cuando reafirma la vida y cuenta como comenzó a abrirse la historia, que lo que primero que apareció fue el tono, que «el ambiente ya estaba». «Yo me encontré escribiendo cosas con las que me moría de la risa», dice y se le enciende un brillo en los ojos. » El hecho de divertirme me libero mucho más para escribir. Hay temas muy fuertes como la relación con el padre y la madre. Entrar en ese lugar fue para mi emocionante. Poner esas emociones en un lugar, en palabras, en un mundo que va solo es muy fuerte». Caruso, se queda pensativo unos segundos, y después dice una frase que queda flotando en el calor de la tarde del sábado, entre las mesas y los libros usados y las preguntas que no tienen ni tendran una respuesta definitiva.

«Quizás de eso se trata todo», dice riéndose.

Y yo apago el grabador y termino la entrevista.



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