03/03/2024

“Todas nos queríamos quedar acá: somos hijas del Estado”

Esta es la historia de dos mujeres que vivieron en un hogar para chicas huérfanas, sólo uno entre  decenas que existieron repartidos por todo el territorio bajo tutela del Estado. Los hogares contrarrestaban -al menos parcialmente- la violencia de un sistema expulsivo en sus versiones de concentración, liberalismo, especulación financiera y deterioro de toda vida conocida. El espoleo diario por parte de políticos y políticas -el último asestado por el presidente en la apertura de sesiones del Congreso-, en complicidad con el sistema legislativo y judicial, de la mano de periodistas y adictos al poder que justifican el retaceo de partidas presupuestarias, fue abonando el camino para legitimar el desmantelamiento de lo público y el posterior abandono paulatino de todas las instituciones públicas, indispensables para el desempepeño de una sociedad inclusiva. 

Por Andrés Manrique (ANRed)

La cita es en Paz Soldán al 5200, a 400 metros de la estación Paternal, en la Ciudad de Buenos Aires. Pasando un portón abierto, que es vértice de una manzana triangular que hacen la avenida Constituyentes con las calles Gutenberg y Punta Arenas, hay una garita con una persona de civil y un policía. Le digo al civil que vengo a ver a Mónica Sosa. Me deja pasar sin preguntar nada más. Todos la conocen acá. El sendero del parque, entre árboles antiguos, se abre a una fachada que dice: Casa de Huérfanas Crescencia Boado de Garrigós. Una inmensa puerta de hierro da a la recepción. Mónica está sentada en un banco del patio central con su hermana Aída. Me cuentan su historia. En el relato están presentes la madre que les tocó, sí. No escatiman en adjudicarle cierta cuota de  responsabilidad, no dibujan su historia ni pretenden quedar dejar bien parado a nadie en particular. Cuentan y, en su relato, destacan el rol del Estado al punto de reconocerlo como padre. Pocos días después de la entrevista, Mónica me manda un texto que dice, en letras mayúsculas: “SOMOS HIJAS DEL ESTADO. Eso me encantaría que esté en la nota.”

Soy Mónica Julieta Sosa, tengo 48 años y viví como interna acá en el Instituto Crescencia Boado de Garrigós, entre los ocho y los doce años. Entré en 1983, y en 1987 empezaron a vaciarlo. Para nosotras es el Garri.

Y yo soy Aída Marta Sosa. Tengo 50 y estuve entre los diez y los catorce años acá con ella y con otra hermana, que hoy tiene 49. El sábado que viene es mi cumpleaños y voy a venir con algunas amigas a festejarlo acá, al Garri.

El Garri es un edificio del año 1925, que comenzó a construirse en 1919. Albergó a 600 internos/as. Tiene una cocina, enfermería y capilla incorporadas. En el mismo predio, de casi tres hectáreas también está el Pizarro, otro edificio de la misma época, de estructura sólida, también de estilo francés. Entre los árboles del parque encontramos plátanos, cipreses calvos, cedros y otras especies de edad avanzada.

¿Se acuerdan del día en que las trajeron?

Mónica: nosotras dos vivíamos con mamá y con cinco hermanos más en la calle, lo que se llama hoy situación de calle. A veces dormíamos en la plaza del Congreso y otras, en Plaza Lavalle. En algún momento, alguien le dijo a mamá que existía el Consejo de Minoridad, entonces nos llevó ahí. De ahí nos trasladaron a un Instituto, el Borchez Otamendi. Era uno que derivaba a la chicas a distintos lugares, según lo que viera de cada una. Recuerdo que nos sacaron de Carlos Calvo y Entre Ríos, donde quedaba Minoridad, y nos trasladaron a ese lugar donde nos recibió la directora. Me acuerdo que viajamos en una camioneta más de una hora, por eso creo que quedaba por San Fernando, pero no lo pude encontrar.

Aída: le teníamos que decir mamá a esa directora. Fue ella la que nos recibió. Me acuerdo perfecto que nos llevó a las duchas, nos bañó y nos acostó en camas con sábanas limpias, después de darnos de comer.

¿Cómo vivieron el trance?

Aída: Yo me encerré en lo que sentía, pero estaba feliz porque imaginate que con mamá vivíamos en la calle. Y pasar de la calle a un lugar limpio, abrigado, con comida todos los días era impensable. De golpe me podía bañar, comer. Porque vivíamos en la calle y no teníamos acceso a eso, a diario. Por un lado, el dolor de haber sido separadas de nuestra madre, pero al mismo tiempo la felicidad de estar en un lugar donde nos sentimos protegidas desde el primer momento.

¿Y pudieron hablar después con su mamá sobre esto?

Mónica: Hablamos muy poco de esto con ella porque no le gustaba hablar de acá. Entendimos que era una mujer medio indomable. A ella nadie le iba a decir lo que tenía que hacer.

Aída: No necesitaba un macho para vivir –dice y suelta una carcajada.

Mónica: era de un carácter muy fuerte Martina. Así se llamaba. Y creo que le costó muchísimo habernos internado, porque le costaba asumir que estaba mal, pero sé que hizo hasta lo último, porque llevarnos a Minoridad fue terrible para ella. A todo el mundo pidió ayuda antes de llevarnos. Comíamos en iglesias, dormíamos en albergues. Pero muchas veces no quedaba lugar. Acordate que éramos ocho.

¿Y por qué a ustedes las dejó en Minoridad, y no a sus hermanas?

Mónica: porque la mayor, con 12 años podía hacerse cargo de las más chicas, y eso a mamá le venía bien para salir a laburar o moverse; para conseguir qué darnos de comer. Nosotros éramos las del medio, y la de 12 ya podía ayudarla con las más chicas.

¿Y se acuerdan de cuando vivían con su madre en la calle?

Mónica: al vivir en la calle a mi vieja la conocía mucha gente. No te dijimos pero ella murió hace diecisiete años, de hecho el fin de semana pasado fuimos acá al cementerio de Chacarita a visitarla. Ella se relacionaba con hombres para que la ayudaran, de alguna manera. De esos encuentros terminaba muchas veces embarazada. De más grandes nos enteramos que somos de distinto padre. Nosotros no -dice señalando a Aída-, pero la que está en el medio, entre ella y yo, sí es de otro papá. Después, la menor y la mayor son también de hombres distintos. Nuestro padre iba y venía, aparecía de golpe, pero no estaba. A mí la ficha me cayó a los dieciocho, pero no me afectó porque nos criamos tan unidos que hasta hoy no me afecta.

Mamá jamás dejó a alguno de nosotros solos. Si no había lugar para todos en el albergue o el refugio íbamos a otro lugar. De última, amanecíamos en alguna plaza pero todas juntos. Recuerdo haber dormido en el sótano de una peluquería que tenía una amiga suya, una mujer en una buena situación económica que ranchaba con la gente de la calle. También nos llevaba a dormir a un baldío donde vivía gente en situación de calle, y me acuerdo una vez que fuimos a ver a un hombre de seguridad en el edificio de la aduana, en el bajo. Nosotros nos quedamos todo el día en la Costanera Sur, hasta que a la tarde ella se fue a ver a ese hombre, mientras nos mandó a jugar. Cuando terminaron, nos llevó a comer a un bodegón en Rincón y Alsina. Me acuerdo del bodegón porque íbamos seguido. Ella se ponía a tomar, se quedaba dormida sobre la mesa, y nosotras nos pasábamos toda la noche en el bar y en la calle.

Ya en el Garrigós

Aída: mi vida acá para mí fue una felicidad. No lo puedo describir de otra manera. Todo lo que me pasó fue bueno. Hice amigas y entre nosotros fuimos sostén. Éramos chicas muy unidas y armamos un grupo en el que todo era para todos: los juegos, la limpieza. No estabas solo. O, mejor dicho, en esa soledad que tenemos los internados encontramos el apoyo de las hermanas de la vida, porque son ellas las que están viviendo con vos lo mismo. Y yo creo que eso es indescriptible, lo mejor que me pasó. Por ejemplo, el sábado vamos a venir a festejar mi cumpleaños acá con todas ellas. Digo, ellas son parte de mi vida. Y este lugar lo sigo sintiendo como mi casa.

Mónica: imaginate que vinimos en la gestión del macrismo, que se usó para fiestas de Herbalife, de exposición de autos antiguos, para fiestas privadas, y nosotras vinimos entre medio de los eventos a limpiar, cuando lo veíamos medio venido abajo.

Vuelvo un poco atrás, ¿cómo se llama el lugar donde entraron al principio?

Mónica: El Borchez (Borchez de Otamendi), un lugar de tránsito. Ahí tenías psicólogo, asistente social y un equipo de orientación que te observaba para estudiar hacia dónde iba a derivarte. Era todo por conducta. Te trataban de estudiar la personalidad y ahí se daban cuenta si eras o no tranquila. Cuando comíamos nos ponían Luis Miguel y todas llorábamos. Así y todo, viviendo en la calle, teníamos un pelo largo hasta la cintura, y entonces al vernos me imagino que dirían: “dentro de todo no son un descuido total.” El aseo diario nos faltaba, pero no estábamos descuidadas. Y tampoco éramos pibas terribles ni veníamos enojadas. Éramos una familia de la calle, pero mamá nos contenía muchísimo. Yo me acuerdo de quedarme dormida en Plaza Congreso mirando las estrellas, en sus brazos: esa imagen no la olvido más. Yo voy a la Congreso, veo las estrellas, y me tiene mi vieja en los brazos. A mí sí me costó el desarraigo. Tremendo. Lloré desde que subí a la combi hasta que me fui de acá, cuatro años después. El desapego fue tremendo.

Aída: Yo tenía 10 y ella 8. Yo me daba cuenta, sabía lo que implicaba quedarse en la calle, lo que estábamos viviendo. Entendía que no estaba bueno y que el cambio era para mejor. Eso lo puedo decir ahora, pero en el momento pude sentirlo, me di cuenta. Y podía ver que lo que estábamos viviendo no estaba bueno.

Mónica: yo en cambio naturalizaba todo, quería estar con mi mamá. No me importaba tener comida y techo. Yo quería estar con ella. Encima, al entrar, nos pusieron en cuartos separados porque nos separaban por edades. pero lloré tanto que conseguí que me pasaran con Aída.

Las tres juntas estábamos en San Pascual -agrega Aída-: porque las habitaciones tenían todas nombres de santos que habían heredado de cuando lo manejaban unas monjas de la vieja sociedad de Beneficencia. Y la San Pascual estaba allá arriba –dice y señala una habitación del primer piso tapada por la copa de un árbol.

Mónica: y yo estaba abajo, en la planta baja. No nos veíamos, y estar solas no, no no.

Aída: este edificio se funda en 1925, junto con el de al lado, el Pizarro. Cuando nosotras llegamos ya era laico, pero teníamos catecismo y venían las monjas a tomarnos examen. Había que leer la biblia, ir los domingos a misa. Acá arriba está la capilla. Acá igual derivaban a las que tenían problemas económicos, a las más problemáticas se las enviaba a otros lugares. Nosotros no nos las cruzábamos. Entre nosotras no había casos de gravedad. Digo, de delincuencia o de violencia.

Mónica: además a nosotros los adultos nos decían todo, nos comentaban con detalle cómo eran los distintos lugares. O sea, sabíamos todo lo que iban a hacer, paso a paso. Jamás nos encerraron. Nos informaban cada cosa. Nada que ver con lo que se piensa de afuera. Mamá podía visitarnos siempre y podía sacarnos cuando ella quisiera. El fin de semana la esperaba en la ventana de arriba, desde donde se ve el camino del parque, y podía ver cuándo llegaba ella. En nuestro legajo dice que la asistente social observa la situación de mamá para restituirnos a su cuidado varias veces, pero como no mejoraban las cosas, los años pasan. Finalmente, en 1987 le asignan un plan ocupacional. Con ese plan puede alquilar una casa en San Justo y nos saca de acá; por suerte que con la primaria terminada.

La escolarización

Aída: pensá que yo empecé acá el segundo grado a los diez años. Mi vieja no nos había escolarizado. Ya era re grande, pero no nos mandaba a la escuela. Si andábamos en la calle cómo te iba a mandar. Y cuando empecé estaba re atrasada. Y siempre decimos: “éramos re burras”, pero la verdad que vivíamos en la calle. No teníamos escolarización. Tuvimos que empezar de cero.

Mónica: entramos las tres juntas, las tres en primer grado. Porque del Borchez nos mandaron con otra chica, con la que hicimos todo juntas.

Aída: y cuando salí de acá, salí con el séptimo. Me hicieron hacer dos años en uno. Yo hice hasta tercer grado normal, y después hice cuarto y quinto en un año; y sexto y séptimo, en otro. Claro, estudiábamos todo el día, pero logramos salir de acá con la primaria terminada. Nos mandaban a la escuela afuera y después íbamos recuperando durante todas las tardes acá. Necesitábamos un recuperatorio de años.

Mónica: imagínate que mandarnos con ocho y diez años a grados inferiores del Instituto del barrio no hubiera sido muy lindo. Acá lo sabían y no nos hacían pasar por esa situación. No querían que los chicos de afuera nos estigmaticen. Entonces te ponían en nivel y recién ahí te mandaban a la escuela afuera. Todo el tiempo trataban de que no fuéramos diferentes, ¿entendés? Más allá de que en la escuela después los compañeros nos trataran de huérfanas y lo que se te ocurra, pero el sistema estaba hecho para que vos no te sintieras de esa manera.

Aída: claro, salíamos de la escuela y a la tarde teníamos apoyo acá. Una especie de estudio para hacer la tarea. Teníamos maestras. Dos maestras que iban de dos a seis de la tarde. Era increíble. Pensá que a mí me sacaron a los catorce, pero si me hubieran preguntado, yo hubiera elegido quedarme acá. Si cuando volvimos con mamá lo primero que hizo fue mandarnos a laburar, y no sólo a mí: a las tres. Yo fui a cuidar chicos. Desde esa edad laburo porque a ella no le quedó otra. No pude seguir estudiando. Nos entregaron a mamá que todavía tenía todos sus problemas, y no se podía ocupar de una menor, y mucho menos de todas.

Mónica: perdimos el amparo del Estado y no pudimos seguir estudiando. Lo dicen todas las que estuvieron acá, por lo menos todas nuestras compañeras y amigas. Volver a las familias implicó volver a la calle o ponerse a trabajar, pero en todos los casos tuvimos que dejar los estudios. Recién de grande pude estudiar. Y esto lo dicen todas. Yo trabajo desde los 17 años en una fábrica textil, y se cumplen treinta este año.

Aída: sí, y yo la hice entrar a ella y a mi hermano, el único varón que murió el año pasado. Pero viviendo bajo el ala del Estado tuvimos oportunidades.

Mónica: Claro, conocimos el mar, Córdoba, Bariloche, comimos cordero, ¿me entendés?

Aída: pudimos jugar con pares. Hacer deporte. Yo bailaba, era la mejor bailando. Y todo eso andaba bien. Muy bien. Además, acá nos daban comidas increíbles: milanesa a la napolitana, niño envuelto con papás al horno, súper bien servido. Los fideos con una salsa de pollo increíble.

Mónica: había una responsabilidad con respecto al cuidado.

Aída: yo a veces digo, éramos señoritas inglesas, porque teníamos nuestros horarios, nuestros momentos, la limpieza. Elegir nuestros perfumes, nuestros jabones, elegíamos nuestra ropa. Nos sacaban a Cuenca, en Villa del Parque, y nos permitían comprar zapatos, zapatillas, indumentaria deportiva.

¿Y cuántas eran todas las internas?

Mónica: En este Instituto, en el Garrigós éramos casi 600. Y en el de al lado, el Pizarro, que eran las que iban al secundario, había 200 más. Pero en los noventa se empieza a desactivar todo. Las chicas empiezan a quedar en casas de familia y cambian mucho las cosas.

Aída: acá la disciplina era muy estricta.

Mónica: La directora, Estela Solari de Spoturno, vivía con su familia acá, con su marido y sus dos hijos. Y se conocía a todas las chicas del Instituto. Era una directora que se acordaba de cada cosa, de cada una de las seiscientas. “Mirá que si no te sacás los piojos no vas a Chapadmalal”, le decía a una.

Aída: bajaba de su casa para ir a la dirección y, en ese pasaje, te veía y te decía: “acordate de lo que te dije, ¿cómo vas con tal materia?” Todo todo lo sabía.

Mónica: después estaba mami con papi Yoli, que vivían por allá. Vos acá tenías una mamá, y todas se comprometían, incluso muchas de las celadoras. De hecho, ahora yo estoy medio en pareja con el hijo de la tesorera de acá, y la mamá de él me decía el otro día: “Ustedes tenían zapatillas mejores que las que yo les podía comprar a mi hijo.” Eso lo hizo el Estado. Nos llevaron a Bariloche y el hijo de ella había guardado fotos mías de ese viaje.

¿Y después qué estudiaron?

Mónica: fotografía en la Escuela de Fotografía Quinquela, en la Boca. Como no tenía fotos de mi infancia yo sentía que no existía. Por eso yo empecé todo el recorrido de mi historia, de buscar. Encontré la historia del Instituto y ahí fui viendo cómo a todos los empleados más viejos los fueron sacando de a poco, como si tuvieran que desprenderse de todos aquellos que sabían lo bien que funcionaba esto, como para callarnos. Los fueron jubilando, los mandaron a su casa.

¿Y con su mamá adónde van a vivir, a San Justo?

Mónica: mamá cobraba un plan que le alcanzaba para alquilar, consiguió una casa en San Justo, pero no teníamos para comer. Y entonces ahí me quedé cuidando entre los 12 y los 14 a mi hermana más chica.

¿Y cómo fue la convivencia?

Mónica: A los veinte corté relación con mi vieja.

Aída: Yo en cambio la banqué unos años más. Bueno, en realidad hasta que falleció. Ella nunca tuvo un techo y yo alquilé una casa, porque ella nunca tuvo. Y cuando tuve a mi hijo, a mamá le puse límites muy claros porque yo era la que administraba y pagaba todo. Y la verdad que ella se adaptó. Ya me había pasado vacaciones enteras llevándola y trayéndola del hospital. Y como me ocupé de ella y no le permitía comer ciertas cosas me insultaba y les decía a los médicos que no le daba de comer. Pero la verdad es que tomaba sin parar y jugaba todo lo que podía.

Mónica: yo no lo pude soportar. Las palizas que nos daba, y encima cuando vio que nosotros podíamos trabajar nos mandó a hacerlo para ella. Yo siempre estuve enojada, al punto de que poco tiempo antes de su muerte yo no le creí que estaba enferma. Y también estoy segura de que si nosotras nos hubiéramos quedado acá, en el Garri, podríamos haber terminado el secundario y no como nos tocó, tanto tiempo después. Otras la pasaron muy mal cuando fueron devueltas a sus familias de origen, también. Casi todas te diría. Mamá no estaba apta. El seguimiento, hay que decirlo, igual fue impecable porque la asistente social nos seguía yendo a ver y ponía que mi vieja se escondía y que no quería saber nada. El Estado no se borró inmediatamente, pero habilitó a mamá para que con el plan pudiera bancar el techo. Yo hablé con asistentes sociales que trabajaban en la época. Al final terminamos el secundario en los CELS, de noche. Y ahora me gusta mucho la fotografía, por eso estudié en la Quinquela.

Aída: Y yo estoy con la pastelería, pero más como hobbie.

¿Saben algo del pasado de su mamá?

Aída: mucho no supimos nunca, estaba muy enojada con toda su familia de origen. Pero sí nos hablaba de la muerte de su hermano mayor en Plaza de Mayo el día en que la Marina con algunas facciones del Ejército bombardearon la plaza para asesinar a Perón, en el ´55. Imaginate que nosotros vivimos muchos años en la Plaza del Congreso, pero Plaza de Mayo mamá no podía pisar porque se acordaba de la muerte de su hermano, que era un chico, bajo el bombardeo de la Marina. Y recordaba que los habían ido a buscar los militares por ser peronistas, incluso que su hermana había llegado a hablar con Evita.

Mónica: sospechamos que mamá venía de una familia de clase media. La familia de mi mamá era de origen francés por el lado de su mamá. Y cuando mamá muere aparece una tía. Imaginate que nosotros vivíamos en Plaza del Congreso y la familia de mi vieja, nos enteramos mucho después, vivía en Combate de Los Pozos y Alsina, ahí a la vuelta. Pero nosotras no sabíamos que teníamos nada, porque ella estaba recontra enojada con su familia. La casan, la obligan a casarse con un tal Giménez, y con él tiene sus primeros tres hijos, y después se escapa de la casa. Yo digo, tengo que entender qué le pasaba a esta mujer. Porque se pasaba noches y noches cuando conseguía alquilar una habitación de hotel llorando. Ella apagaba todo, nos hacía acostar, dejaba una vela, y se ponía a llorar. Cantaba y lloraba: tangos cantaba, le pasaba algo pero no sabemos mucho más.

Y también hay que decir que, además del Garri, de todas las personas que nos ayudaron acá, tuvimos un referente de adultas, que es la dueña de la fábrica donde las dos trabajamos. Ella nos prestó plata, nos orientó para conseguir un crédito. Y de vivir en la calle pasamos a tener casa propia, que no es poco.

¿Y cuál es su posición en este momento?

Mónica: después de haber laburado treinta años tengo una casa, llegué a comprarla con mi esfuerzo, pero sé que me la pude comprar por el impulso que nos dieron acá, por la disciplina. Porque nosotras nos levantamos a las seis de la mañana y salimos durante treinta años a trabajar: y esa disciplina la aprendimos acá, en el Garri.

Mónica: armamos los pedidos, los preparamos, porque la fábrica vende ropa para bebés y niños a grandes supermercados.

¿Y qué les gustaría decirle a sus hermanas, si se vieran?

Aída: yo no puedo juzgar a ninguno de mis hermanos. Cada uno hizo lo que pudo con la mamá que nos tocó. Cada cual hace lo que puede con lo que la sociedad hace de uno, como dice Sartre, ¿no? Bueno, si podemos incluir al Estado como parte de la sociedad, te puedo decir que nos hizo muy bien, que nos impulsó a que fuéramos las que ahora somos, personas trabajadoras con ganas de que otras personas con necesidades descubiertas puedan recibir cosas similares a las que vivimos nosotros. Este espacio, sus cuidados, su perseverancia, el anclaje que nos dio hizo que hoy estemos acá, que yo quiera festejar mi cumpleaños acá, que nos desarrollemos y que podamos mirar de frente a nuestra propia historia.

Fotos: Andrés Manrique.

 



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