16/05/2023

Una flor de fuego

La nueva propuesta escénica de Jorge Thefs está basada en Las cosas que perdimos en el fuego, un cuento estremecedor de Mariana Enríquez. En esta versión, la narradora se multiplica en seis voces de las performes que van desarrollando el texto casi al pie de la letra. Lo que hacen y cuentan dentro del PH -De la Tía- que una guía nos invita a recorrer, es lo que nos echa encima el fósforo y sopla para que cada quien haga lo que pueda con las marcas del fuego sobre la piel. Por Andrés Manrique para ANRed.


Salvar el fuego trabaja la espacialidad de un PH como terreno geográfico y, de alguna manera, también mental. El público se mueve con el elenco y se produce cierta proximidad entre espectadores y performers, pero el movimiento de cardumen no llega a anular las distancia. La ilusión de cercanía, propia de todo acto performático, se quiebra en el momento en que se formula. Lo que se da y se quita responde a un antiguo mecanismo que pone en juego la ficción desde su nacimiento; eso que está pero dónde y cómo -el mundo referido- con el que cada cual hará lo que pueda, como le sea posible. Las actrices hablan mirando a público, a la cara. Buscan el contacto que cuesta porque el tema es de una complejidad tal que la reflexión sobre lo que van contando hace que el cuerpo se meta para adentro, vertiendo en el oído el rumor de la denuncia para involucrarnos de a poco en la búsqueda de una salida a una realidad que socialmente duele.

La sedentaria costumbre del espectador se ve conmovida por los desplazamientos que cortan la intimidad de la escena. Se pone en riesgo el foco de atención/ tensión con el justificado fin de otorgarle mayor relieve al territorio. Como si de alguna manera se estuviera planteando que, en todos lados, a toda hora y de todas las formas posibles, se ejercen este tipo de violencias de infinita cobardía. ¿Pero cuál es el territorio? ¿la Argentina, la llanura pampeana? ¿O el cuerpo de la mujer que responde a la violencia patriarcal con la auto inmolación? En De la Tía, el telón en el centro geométrico del espacio hace que espectadores puedan ser performers, y viceversa.

La trasposición de un texto literario, como en este caso un cuento, a escena nunca es fácil. El lenguaje artístico tiene diez mil lenguas y, de una a otra, el salto puede ser insalvable. Poner en escena un texto literario es correr peligros de toda índole. Sobre todo si el cuento es conocido, y más cuando está contado desde la pavorosa impresión que aviva la literatura de Mariana Enríquez. Si a Laiseca se lo considera el creador del realismo delirante, Enríquez es la reina del neogótico punk rioplatense; un gótico sucio que acaso sea la forma con que la autora logra responder al momento político de mierda que atraviesa el presente; un modo de procesar la abyección.

La paleta del vestuario reafirma el trabajo como una fantasía paralela donde rojos, ocres, naranjas y colores más pasteles se mezclan en una especie de hoguera que es un juego de la silla que es un testimonio que es un centro. El recorrido además funciona como un homenaje al interés por las casas que el género de terror tiene desde su nacimiento. Porque a esta altura (por el cine, por el cómic, por la literatura) ya sabemos que toda casa abre las puertas a la protección donde anida lo siniestro. Lo siniestro en su acepción de lo más cotidiano y cercano donde se descubre el torbellino de las peores pesadillas. Y entonces la casa que es refugio, es al mismo tiempo pasaje al fondo de los más oscuros secretos. Morada a la vez que amor desierto: amparo donde se sufre la mayor intemperie.

Ante las caras de lo siniestro, el punk es una respuesta; una reacción estético-política que desarrollan el cuento, la autora y la obra de Thefs, también. El punk, desde una estética del desgarro, de cadena al cuello cerrada con candado, de alfiler de gancho y cresta, desde cierta marginalidad que clama el no future a los mandatos y principios que ya no convencen. Contra una imagen que es puesta en escena, contra la hipocresía que es lo más real de una sociedad que pretende mujeres rubias, preferentemente taradas. Ante estas hegemonías el punk dice basta: quiere otro tipo de vínculo, busca otras imágenes, riega otras relaciones interpersonales. Y el planteo de Enríquez, con la sociedad secreta de mujeres reunidas en torno a una decisión drástica, va un poco en esa dirección, en la misma que el título de la obra que cita a Cocteau: “Mi casa se estaba quemando y sólo podía salvar una cosa. Decidí salvar el fuego.”

Elegir el elemento en lugar de la cosa. La estética del fuego en busca de una identidad diversa. Elegir cómo lucir, qué se va a mostrar, para inaugurar otros tipos de belleza. O acaso para que la belleza cumpla la función revolucionaria de romper con la cosmética hegemónica de un presente esquelético que se pretende joven y blanco y por siempre educado. Ante esto último, que viva el fuego.



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