18/09/2022

La mirada colonial

Invisible el imperialismo en los funerales de Isabel II, como en buena parte de la cultura occidental y sus obras de arte, quiero recordar ahora algunos ejemplos fascinantes, sacados del mundo del cine y por ello bien conocidos, que nos han ayudado a no ver el “agua” en el que vivimos. Por Pedro Sáez.


La muerte de Isabel II nos ha recordado la sórdida historia del colonialismo europeo, una de cuyas sorprendentes características ha sido y es la invisibilidad. Es decir, el aparecer ante nuestros ojos como un hecho histórico no ya neutro, sino natural, consecuencia inherente de una asumida superioridad del hombre blanco cuyo destino histórico sería el de dominar y “civilizar” a otros pueblos. El lema del imperio británico no dejaba lugar a dudas en su extremada explicitud: “To make the World England”, dando por supuesto que a ningún pueblo le podía caber mayor honor que convertirse en Inglaterra, aunque fuera sin contar con el plácet de sus miembros y en el sentido, bien entendido, de que sería en todo caso una Inglaterra de segunda o tercer división. Lema que ocultaba, por supuesto, el objeto de cualquier empeño imperialista: dominar y saquear, sin parar en medios para ello. El último gran imperio acuñó también el último gran y cínico lema, cuyo supremacismo no puede dejar de estremecernos.

Entre las miles de palabras que ha desatado la muerte de la reina Isabel, apenas ha habido espacio para glosar este papel histórico. Precisamente por lo dicho arriba: es invisible por connatural, por evidente, por obvio, por indiscutible, a los ojos de Europa. ¿Qué ha de decirse, entonces, sobre ello, qué cuestionarse y criticar, si es tan transparente como el aire que respiramos? Foucault nos enseña lo siguiente: “El pez nunca descubre que vive en el agua. De hecho, como vive inmerso en ella, su vida transcurre sin advertir su existencia. De igual forma, una conducta que se normaliza en un ambiente cultural dominante, se vuelve invisible”. Así nuestra percepción del imperialismo eurocéntrico, nuestro inadvertido, por normalizado y hegemónico, derecho de conquista y dominación sobre otros pueblos del mundo.

Imperios coloniales europeos en tiempos modernos ha habido varios, simultáneos o sucesivos, empezando por el castellano (reivindicado ahora por el nacionalismo español más reaccionario, pero en realidad normalizado desde siempre por gran parte de la población española, que asume acríticamente el 12 de octubre como día de la “fiesta nacional”). El portugués, cuyo sangriento final solo pudo ser parado por una revolución en la metrópoli. El holandés, en el que apenas se repara, pero que fue tan duro como los otros. El francés, aún persistente en varias partes del mundo. El belga, al que le cabe el honor de haber perpetrado, según ciertas fuentes, el mayor genocidio de la historia en las selvas del El Congo, y que persistió duramente hasta determinar el rumbo de África con el asesinato de Lumumba. El británico y su falso glamur civilizatorio y burgués. El ruso y su lenta conquista de Siberia y el Cáucaso, cuyas últimos focos de contestación fueron sofocados brutalmente por el puño de Putin. La mejor novela rusa en lo que va de siglo, Asán de Vladimir Makanin, nos relata esta guerra, la de Chechenia, en su desmesura chapucera, y nos hace recordar que ya Tolstoi nos hablaba de los rebeldes del Cáucaso en el siglo XIX con una mirada tan generosa que aún hoy sigue sorprendiendo.

Todos estos esfuerzos imperiales, con su explotación y saqueo sistemático de las riquezas de los pueblos originarios, supusieron la gran fase de acumulación que alumbraría el capitalismo y que aún hoy divide el mundo entre los países ricos del norte y los empobrecidos del sur, cuya estructura extractivista funciona siempre en la misma dirección. No se puede olvidar una gran industria asociada a la anterior: el tráfico de esclavos africanos, como tampoco se puede olvidar el hecho de que aquellos países saqueados sean en la actualidad los proveedores de mano de obra barata hacia las antiguas metrópolis.

Invisible entonces el imperialismo en los funerales de Isabel, como en buena parte de la cultura occidental y sus obras de arte, quiero recordar ahora algunos ejemplos fascinantes, sacados del mundo del cine y por ello bien conocidos, ejemplos que nos ha ayudado a no ver el “agua” en el que vivimos.

Casablanca, de Michel Curtiz, es una película maravillosa que ataca al nazismo y su afán expansionista. Y lo hace no desde la Francia continental, ocupada por los nazis, sino desde… Marruecos. Hay un momento álgido en el que suena “La Marsellesa” y que a todos nos pone los pelos como escarpias. Pero Francia hacía en Marruecos lo mismo que Alemania en Francia, es decir, ocupar, robar, asesinar. Eso aparece invisible en la película, donde se da por supuesto que lo que vale para denunciar a los alemanes no vale para los franceses. Dicho de otro modo: el imperialismo es invisible si se ejerce sobre pueblos no europeos.

Otro ejemplo (hay miles de ellos, algunos grotescamente burdos, como La carga de la brigada ligera) es la maravillosa Memorias de África, de Sidney Pollack, donde asistimos fascinados a las palabras de Karen Blixen y a las envolventes imágenes de Kenia, donde transcurre la intensa historia de amor entre la escritora danesa y un cazador británico y donde asímismo la Primera Guerra Mundial (guerra europea de imperios en pugna) tiene un papel apenas esbozado. Ante la potencia hipnótica del film, el imperialismo se hace de nuevo una circunstancia histórica de clamorosa transparencia.

Una tercera obra maestra, Lawrence de Arabia, de David Lean, que es mi película favorita, digámoslo todo, asume derroteros parecidos pero ciertamente ambiguos. Los árabes, ayudados por los ingleses, luchan contra el imperio otomano (hay otros imperios, sí). Una vez expulsados los turcos de los territorios en disputa, ingleses y franceses se reparten estos espacios estratégicos (Acuerdo Sykes-Picot) sin el menor escrúpulo y con el agravante de haber mentido deliberadamente a las tribus beduinas, algo que Lean convierte en el motivo de la crisis que haría a Lawrence desaparecer de la escena histórica y, quizá, también, de la propia vida. El impacto de los acuerdos secretos Sykes-Picot se deja sentir incluso hoy, pues en ellos está el origen de muchos de los conflictos que desangran Oriente Medio, entre ellos el muy enquistado de Palestina.

Más explícito es David Lean al tratar la ocupación de Irlanda en La hija de Ryan. El caso irlandés es doblemente excepcional: un pueblo europeo ocupa a otro y la descolonización no ha terminado aún: Irlanda del Norte sigue formando parte del Reino Unido. Las películas sobre este tema son innumerables y, en varios casos, geniales. Baste mencionar las de Jim Sheridam: En el nombre del padre y The boxer. No podemos dejar de referirnos aquí a ‘The Great Famine’, la gran hambruna, que se produjo en Irlanda en el siglo XIX, y que no fue sino consecuencia de la política colonial británica. Un millón de personas murieron de hambre y otro millón emigró al extranjero debido a una enfermedad que afectó a las patatas, único alimento a disposición de los irlandeses, cuyo resto de producción alimentaria era enviada por otra parte a la metrópoli vecina. No creo exagerado considerar este hecho el primer gran genocidio de los tiempos modernos.



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