18/09/2022

El hombre se parece a lo que lo pierde

Foto: Lucas Suryano

Siguiendo la premisa arltiana, el drama nos acuesta con un cross a la mandíbula, en un sueño poco placentero. La Madonnita es una obra estrenada en 2003, con dirección del propio autor, Mauricio Kartun. Poco más de una generación pasó entre ese año y hoy, que no es poco si nos detenemos en el conflicto que se pone en escena: una mujer sometida por un hombre, y un contexto social que lo banca, se sirve del abuso, y lo aprueba. El trabajo es de lenta digestión. Habrá sido también difícil interpretarlo, y dirigirlo. La clave de grotesco atenúa levemente el rechazo que generan los dos personajes, pero no el dolor que la actriz produce en escena: sus desventajas son tales que, casi desde el primer instante, aguardamos la venganza. A las dificultades propias de haber nacido mujer en los años veinte, se le suma la pobreza y dos hechos más que carga, pero no revelaremos. Los personajes se presentan ya en las orillas de su decadencia; todos parecieran condenados; habrá que ver si buscan una salida o, en cambio, se hunden más en la vida puerca. Por Andrés Manrique (@manriqueandu) para ANRed.


Corren los años veinte del siglo pasado en un estudio de foto, en Parque Lezama. Dos hombres blancos hablan de negocios. Uno es fotógrafo; el otro, comerciante. Cada personaje es interceptado por su oficio. En principio, ninguno trabaja porque sea una virtud. Se trabaja por tener algo que poner en el plato. Ganarse el mango es el gran tema, el dinero vertebra todo lo demás. Pero esto es en principio, porque a pesar de que el dinero sea el móvil evidente, a poco de comenzar a hablar del trabajo, se les empieza a notar o a escapar el excedente simbólico que encuentran en su actividad. Entonces, la dramaturgia de Kartun se explaya lujuriosa con una jerga propia de época, que rehabilita un momento y espacio históricos. El comerciante describe el deseo en los gestos de sus clientes. Le basta mirarlos para saber qué necesitan. A través de la gestualidad, comprende el camino como buen baquiano del deseo, y sabe qué placebo venderles. El fotógrafo, en cambio, responde con el vínculo entablado con la luz, y se despacha con un breve ensayo sobre la iluminación, para hablar del modo en que la luz revitaliza y crece en el buen retrato.

Foto: Lucas Suryano

Fuera del estudio todo lo que hay es un mundo referido: un negro lenguaraz que viene a robarse a la mujer; hombres gastados cuya única alegría está en las fotos pornográficas que guardan debajo de la almohada; una isla en el Tigre; un carnaval y el sol. Nada más. Adentro, la luz es la obsesión que el fotógrafo quiere tomar. En el deseo de captura, alimentado por la ilusión de componer la postal que acompañe la soledad de los otros, cifra su voluntad. No se sabe qué luz busca, pero va dando a entender, poco a poco que sobre todo es la que existe en los cuerpos que se desean. Detrás de la excusa mística de la luz, serpenteada por la pasión de Kartun, subyace la insaciable necesidad de consuelo que tienen sus personajes. Nada los justifica: los dos hombres son una basura y la poética padece y goza de semejante desesperación.

Que el fotógrafo es un abusador no cabe duda, pero esto no implica que todo le dé igual: habrá una verdad en los retratos que su cómplice vendió a montones, donde su mujer posó con el uruguayo; una verdad que tal vez sea demsiado dolorosa para ver, pero presiente. Es algo que ni siquiera imaginó para él, y menos para ella. En primera instancia, la mujer será parte de su propiedad, un objeto de cambio. La cosificación hace que la materia no sea sino la parte más visible de la miseria. Por “la ascesis de la abyección” (al decir de Mirta Arlt en el prólogo de Los siete locos analizando la escritura de su padre) cada personaje desarrolla su potencial. En la intimidad del estudio se cuecen habas. El fin se justifica porque el medio es el cuerpo del otro. Si no, no habría chances. La obra no juzga; no cae en el error del crítico, pero ante la puesta en evidencia de esos comportamientos, la moral tiende la red sobre la sala.

Foto: Lucas Suryano

El grotesco criolla como recurso expresivo es la cuota justa que funciona de amortiguador para soportar esta historia que es el retrato del abuso. Podríamos sostener que La Madonnita es una suerte de spin off de algunos personajes de Roberto Arlt; nuevas aventuras que el dramaturgo desarrolla ochenta años después para Erdosain, Ergueta, Hippolita o La Coja, sólo por nombrar a cuatro de los siete personajes protagónicos del escritor. Como si Kartun, luego de haber leído a Arlt, se hubiera imaginado nuevas situaciones para ellos. El mal es un camino que se elige, pero se elige porque existe un contexto que lo habilita. Hablar de “los loquitos” nos deja cómodamente impasibles. Los crímenes del individuo nunca son meramente individuales; todo crimen, de una u otra manera, es social, y algo de esto también nos invita a pensar La Madonnita.

Foto: Lucas Suryano

Al final de la función los actores saludan preocupados, casi disculpándose. Aplaudimos para sacudirnos el malestar de un texto filoso que nos cala, de tres actuaciones que encarnan sin miramientos la abyección, sin esquivar un milímetro la verdad de sus personajes. La Coja ha reencarnado y duelen cada uno de sus pasos, como si con ella también nuestra cadera se hubiera desplazado. Su mirada torva nos golpea, el brillo de sus ojos son dos alfileres que clavan el corazón al respaldo duro de la butaca. La torsión de su cuerpo transmite una resignación que no logra contenerse del todo, una sublevación que le retuerce el espinazo. Lo que por momentos es inverosímil, aunque joda, se vuelve probable. Si el espectador busca salir rodeado de un aura rosada, no es la obra. No es teatro complaciente. Salimos sacudiéndonos la ropa para ver si nos sacamos las manchas. Son las 20.30 del domingo y nadie quiere volver así a su casa, pero es lo que tiene que pasar. Rasgarse las vestiduras no sería más que un gesto de victimización, cuando se habla del abuso del hombre sobre la mujer, y de unos sobre otros en la xenofobia que nos atraviesa social y culturalmente. Si impresiona, mejor. Será que tan jodidos no estamos. Será que todavía podemos hacer algo.

LA MADONNITA Itaca Complejo Cultural, Humahuaca 4027. Funciones: domingos a las 19.30


FICHA TÉCNICO ARTÍSTICA

Dramaturgia: Mauricio Kartun

Actúan: Natalia Pascale, Fito Perez, Darío Serantes

Diseño de vestuario: Cecilia Gómez García

Diseño de escenografía: Micaela Sleigh

Realización Audiovisual: @fiero.fuego

Música original: Matías De Stéfano Barbero

Diseño De Iluminación: Javier Vázquez

Fotografía: Lucas Suryano

Diseño gráfico: Niko Fran

Asistencia de escenografía: Guadalupe Borrajo

Asistente Fotografía: Florencia Laval

Asistencia de dirección: Vanina Cavallito

Prensa: Cecilia Gamboa

Dirección: Malena Miramontes Boim

 



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