09/08/2022

“Sigo esperando la cárcel común para los genocidas”

Teresa Laborde Calvo nació en cautiverio durante la última dictadura cívico-eclesiástico-militar. 45 años después, reivindica la lucha de su madre Adriana y exige castigo real para los responsables. Por Movimiento Etiopía para ANRed


“Pienso en la impunidad que hay y en las consecuencias de que los responsables de este horror estén sentados en sus casas tomando whisky importado, mientras ningún gobierno tuvo la real voluntad política de abrir los archivos de la dictadura”. La reflexión es de Teresa Laborde Calvo, nacida en cautiverio en 1977, durante la última dictadura cívico-eclesiástico-militar. “Nada les impide a quienes imparten justicia allanar  casas, iglesias, comisarías. Que estén en sus casas no es casual: es un mensaje. ¿Cómo no naturalizar el desalojo en Guernica, que envenenen nuestra comida o la trata de personas? Si vivimos en una post dictadura. Estamos endeudados de por vida, los responsables siguen votando leyes extractivistas y los gobiernos han sido cómplices. Esto no se resuelve haciendo, en los centros clandestinos de detención, centros culturales. Estoy esperando la decisión política real, la cárcel común para esos genocidas, porque, si no, es mera publicidad. Mi mamá creía en la organización, en el colectivo, en la solidaridad, y a eso apelo con cierta esperanza”, explica en charla con ANRed.

Quién fue Adriana, quién es Teresa

El 15 de abril de 1977, Adriana Calvo, docente de física de la Universidad Nacional de La Plata, tenía 29 años y fue trasladada desde la comisaria 5ª de La Plata hacia el pozo de Banfield. “Iba acostada en el auto, con los ojos vendados y las manos atadas detrás. Me dediqué durante todo el viaje a decirles que me largaran, que mi bebé estaba por nacer, que no aguantaba más. La partera les gritó que pararan, que ya nacía. Y pararon en la banquina”. La declaración de Adriana Calvo en el Juicio a las juntas, de 1985, evoca el momento de su parto. Teresa nació a la altura de la rotonda de Alpargatas. Adriana vio las marquesinas luminosas de laboratorios Abott a través de la tela que cubría sus ojos. Los responsables del traslado le ataron el cordón con un trapo sucio para luego perderse a toda velocidad por calles poceadas. Teresa cayó al suelo, entre los asientos, colgando del cordón umbilical, mientras su madre suplicaba que se la devolvieran. Perdidos, frenaron para preguntar cómo retomar por la calle Molina Arrotea. En ese momento, Adriana supo que estaba siendo trasladada a otro centro de detención, que en el imaginario de las detenidas era la antesala al infierno: el pozo de Banfield.

Al llegar, luego de dejarlas varias horas con frío y desnudas en el vehículo, las recibió Berges, que cortó el cordón umbilical para que fueran llevadas a otra sala con camilla donde le  sacó el tabique de los ojos. “Ya no lo vas a necesitar”, le dijo casi como una sentencia de muerte. Berges le retiró la placenta de un golpe mientras la insultaba, y la obligó a juntarla y limpiar la sangre mientras la recién nacida lloraba sobre una fría mesada.

Trece días estuvieron cautivas en Banfield. Teresa no tenía ropa ni pañales. “El hambre era terrible, nos daban caldo en un bol colorido de plástico”, contó Adriana. Sus compañeras le pasaban su comida para que pudiera alimentar a su beba.

Adriana le contó a Teresa que pasó de brazo e brazo en esos días: tal vez todas querían disfrutar esa pequeña vida entre tanto horror. Los calabozos estaban llenos de piojos: las detenidas y la beba estaban infectadas.  Abrieron y se ordenó encender una pastilla de Gamexane para desinfectar. Le pidieron a Adriana que les entregara a la beba, pero se negó y enseguida se formó una muralla de 20 mujeres que impidieron que se la quitaran. “Era imposible que me la sacaran si no nos mataban a todas. Teresa se quedó conmigo”, detalló Adriana.

Las liberaron en Temperley, tres meses después de su detención en Tolosa, en camisón y ojotas, llenas de piojos. Adriana caminó con Teresa en brazos las cuatro cuadras que la separaban de la casa de su madre. El caso de Adriana fue el primero que tuvo en cuenta la Cámara Federal de Capital, la primera testigo en declarar en el Juicio a las juntas.

Teresa, la que nació presa

“Cuando se enteraron de que había llegado con una beba, a pesar de su condición, a pesar del hambre, las chicas me hicieron la poesía más dulce que he escuchado en mi vida: ‘Llegó Teresa, la que nació presa’”, declaró Adriana.

“Hace poco caí en la cuenta –reflexiona Teresa– de que nací detenida, desaparecida y fui torturada durante mi cautiverio. Porque en mi cabeza yo tenía un montón de privilegios, como si hubiera sido tocada por la varita mágica. Mi vieja en los años ’90 quería que me sumara a HIJOS, o que me hiciera amiga de los nietos, y yo estaba un poco harta de esta lucha de siempre perder. Aunque la historia de malos malísimos y los buenos buenísimos fue una historia bastante convincente para mi mamá, para mí era una batalla perdida: los hijos de yuta tienen más poder. En mi juventud yo deseaba encontrar un paraíso virgen y terminé viviendo en Cuba”.

2006: la segunda desaparición de Julio López

En el año 2006, Teresa volvió de Cuba embarazada. Estaba por surgir la figura de “genocidio” en el Juicio Brigadas: por primera vez un tribunal incluyó  esa  figura jurídica en la sentencia. También se preparaba para dar testimonio Jorge Julio López, testigo muy importante. Adriana había trabajado mucho para ese juicio, recopilando datos e información. “Mamá estaba exultante, entera, feliz. Hacía todo junto, era madre, militante, docente, investigadora, abuela”, recuerda Teresa.

Un domingo al mediodía, mientras Teresa paría a su hijo, desaparecían a Julio López. “Mi mamá no dudó: ‘Lo chuparon´, dijo enseguida, ¡con una certeza! Es que nosotros crecimos con amenazas, con otra realidad, exilio, compañeritos a los que los padres no los dejaban venir a mi casa, afuera era ‘el silencio es salud’ y dentro de mi casa reuniones, visitas de periodistas extranjeros y paquetes raros en la puerta, ir a marchas, salir corriendo…”.

Teresa, en cierta medida, le atribuye la enfermedad y posterior muerte de su madre (en 2010) al miedo y la angustia que vivió luego de la segunda desaparición de López: “Su desaparición fue un claro mensaje. Al mes siguiente, un 17 de octubre, llamaron a la casa que alquilaba en Once para amenazarme. Me dijeron: decile a tu mamá que se deje de joder con López. Que, si no, iba a tener que buscarme a mí y a mi hijo como lo buscaban a Julio. Yo estaba aterrada y, a pesar de que ella intentaba tranquilizarnos, pienso que el miedo que sintió fue desencadenando su enfermedad. Le cambió el semblante”.

2022: herencia familiar

Este año declararon por primera vez las dos hijas y el hijo de Adriana en el Juicio Brigadas. Martina, que entonces tenía 4 años, recuerda que la desaparición de los padres mostró lo mejor y lo peor de sus familiares, que hubo quienes querían que ella y su hermano Santiago (de 2 años) fueran a un orfanato, y destaca la valentía de su madre de repetir su verdad: “Mi vieja murió luchando por la justicia”.

“Mi mamá fue contra todos –recuerda Teresa–: los malos, los buenos, los suyos, los ajenos. Le pedíamos que pare, y ella enérgica, alegre, seguía y seguía, daba dos pasos y retrocedía cinco, pero siempre imparable. Cuando lo mataron a Mariano Ferreyra ya estaba con la quimio, le daban como para caballos, y fue igual. No podía mantenerse en pie, pero escuchó la noticia, se puso a llorar desconsoladamente y arrancó para la plaza. Acompañó a cada familiar, en cada injusticia. Ser hija de Adriana es ser hija de una loca, de una loca de atar. Ella iba por todo. Si le hubiera quedado vida iría por los responsables civiles y eclesiásticos. Ella nos enseñó a no naturalizar el hambre, ni las injusticias. Le decían ‘basta, Adriana, calmate’, pero no se calmaba nunca”.



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