26/01/2022

Un camino para reparar: de la violencia sexual en la infancia a la resurgencia mapuche

Hace tiempo que los feminismos vienen revisando, proponiendo y preguntándose activamente por los modos de reparar los daños generados por las múltiples violencias ejercidas sobre los cuerpos de las mujeres. Y a la par de este arduo camino, de mareas verdes y violetas con la convicción de cambiarlo todo, existen experiencias subjetivas que desde lugares particularmente situados han atravesado o atraviesan procesos que son significados como reparatorios. Esta es la historia de Ivy, de Ivana Puel Catriel, que logró sacarse el apellido del progenitor abusador y que recuperó los apellidos mapuche de su abuela y madre, mientras vivencia la resurgencia de su identidad. Por Melisa Cabrapan Duarte* (Contrahegemonía Web).


Ivy tiene 35 años y nació en Cutral Có, en la provincia de Neuquén. Creció y permaneció en esta localidad hasta que se fue a estudiar a Mendoza a los 18 años, y luego a la Ciudad de Neuquén, en donde vive desde hace 13 años. Es profesora de química, le apasiona el avistaje de aves y le gusta teñirse y cambiarse de color mechones de su pelo ondulado. Lleva un corte carré y anteojos grandes y redondos que dejan ver la expresión tierna de su mirada. Tiene tatuados varios animalitos, hace panes y muffins que todxs disfrutan, y su mochila es casi mágica, entra de todo.

Si tuviéramos que empezar por la infancia de Ivy, no es el momento más feliz, porque incluso ella siente que las violencias sexuales perpetradas por quien tuvo que nombrar tantas veces como padre, se la robaron: “creo que es un robo de inocencia, ese proceso de cuántas cosas yo tuve que conocer ahí, que un niño o niña no debería conocer. Ni el sexo, ni la guita, secretos, miedo de que nos descubran…” Esto le generó el olvido de muchos momentos de la niñez, de escenas completas o de cosas aprendidas en la escuela. Borramientos no sólo de las situaciones traumáticas del abuso en sí, sino también de una temporalidad como niña, que Ivy busca a través de sueños, que reconstruye con esfuerzo y también imaginación, cuya máxima expresión suele acontecer durante la infancia, la suya lastimada.

Pero Ivy recuerda hablar con los árboles. Sin ella saberlo ahí, es una práctica mapuche la de comunicarse con todas las fuerzas de la mapu. Fue “algo que me sostuvo”, dice. “Yo siempre, siempre, pensaba en los animales, en los árboles, en el río.” Era su manera de decir, de estar cómoda, de no sentirse sola, a diferencia de cómo se sentía en su entorno familiar y social, en el que era tímida, retraída y si alguien la tocaba, se exaltaba. Esos comportamientos continuaron en la adolescencia, aunque se encontró con los reclamos de las amigas y primeros novios de por qué era tan fría y distante, y al mismo tiempo, el olvido, silenciamiento e incomprensión de lo vivido le generó mucho enojo, que sería interpretado como rebeldías típicas de la edad: “en la adolescencia vivía con esa bronca de que nadie se hubiese dado cuenta en mi infancia.” Esa mezcla de emociones y de exigencias de otrxs la llevaron, expresa, “a exteriorizar lo que venía pasando dentro mí.”

El informe psicológico que acompañó el pedido de cambio de apellido de Ivy indicó que “es necesaria la desafiliación del apellido para que ella pueda elaborar el trauma generado y continuar desde la identidad que se siente cómoda e identificada.” Es cierto que el nombre remite a un aspecto muy importante de la identidad y que, en este caso, el anterior apellido de Ivy la emparentaba con el abusador. Pero también, a través de la terapia y de su propio recorrido reflexivo, así como de influencias feministas, ella pudo y quiere ir más allá de eso, siendo ese cambio un puntapié para lo otro; creyendo que la identidad o lo que creyó que la definía, se puede desarmar y acomodarse de otra forma, con lo que se quiere y con lo que no se quiere.

La identidad se forja desde la primera infancia a través de la socialización y de la dimensión relacional que es fundamental porque es la instancia que promueve los vínculos, y en la que lxs otrxs interpelan y definen a unx, además de hacerlo la propia subjetividad. O sea, la identidad ocurre en ese juego de relaciones  y en las concepciones sobre sí mismx,ambas en interacción. Ante esto, la situación de abuso que sufrió Ivy desde muy pequeña la llevó a creer, desde que tomó conciencia de lo que había vivido, que ella era lo que le había pasado: “parece que se te encarnan y te logran definir de un modo que vos no querés.” Ivy cuenta que al tener que dar explicaciones de por qué ella era como un hielito, sus amistades la ponían en un lugar de pobrecita, la abusada. Dice haber permanecido mucho tiempo ahí, en un papel de víctima que exigía compasión y con el que tampoco se sentía cómoda.

El daño perpetrado por el progenitor que se apellida “Pino” fue tan profundo que confundió las emociones y entendimientos de una niña sobre lo que él hacía:

“Los sueños que recuerdo de pensar, ‘que venga alguien para que nos vea’ y, otras veces, ‘que no venga nadie para que no nos descubra. En ese momento mientras pasaba, él me decía que no lo cuente y me daba plata, para que no lo cuente. Y nada, hacía lo re típico y retorcido que hacen los pedófilos, de decir que es un secreto entre vos y yo, que estamos jugando.”

A partir de esa memoria incómoda y dolorosa de Ivy, algunos datos del dinero que le daba Pino, como qué tipo de moneda era (australes o billetes de un peso), se pudo establecer con la psicóloga la edad en que sufrió los abusos sexuales, desde los 3 o 4 años hasta los 10 aproximadamente, para incluirlo en la demanda para sacarse el apellido. Ivy permaneció durante mucho tiempo atrapada en los secretos a los que fue sometida por el progenitor, sin comprensión de lo que le sucedía o le hacía alguien que era de su confianza, cercanía y supuesto cuidado. A medida de que fue creciendo y tomando conciencia del daño tampoco pudo hablar, por los sentimientos que le generaba hacerlo, de vergüenza y culpa, y por asumir cierta responsabilidad de las consecuencias que podía tener romper el silencio.

Pero en esos complejos tiempos, con quien Ivy se sentía libre, sin miedos y cuidada era con su abuela Luisa Anita Puel:

“Yo compartía mucho con mi abuela en ese entonces. Ella vivía en Covunco. Nosotros íbamos casi siempre en verano, nos quedábamos bastante, y si no ella caía a Cutral con un chivo adentro de un bolso ¡La viejita cargando un chivo al hombro! ((Ivy se ríe con nostalgia)). Y bueno, cuando éramos chicos también, caía y nos cuidaba, se quedaba unos días ahí, pero siempre volvía a Covunco. Falleció en el 2009, ya como cien años registrados y tenía más, era re viejita. Nadie sabe exactamente cuántos años tenía, ni ella. Ella fue la única figura de abuela que hubo, muy importante y bueno, sobre todo, a mi mamá le re gustaba volver al campo, donde se crío y nos re quedábamos.”

Para Ivy, Luisa era una figura de cuidado y de disfrute, y la recuerda lamentándose por no haber conocido a su madre ni a su padre. Esto, probablemente por los efectos que tuvo el genocidio sufrido por el Pueblo Mapuche, de despojo territorial, desintegración de las familias, proletarización y empobrecimiento. “No puedo dejar de pensar en que a ella le negaron su identidad”, dice Ivy, pensando en el dolor contenido de su abuelita y en todas las violencias a las que fueron sometidas quienes la anteceden. Por ello, cambiar el apellido a Puel Catriel, de su abuela y madre respectivamente, significa la resurgencia no sólo de una identidad silenciada en su genealogía, tanto por el racismo como por el patriarcado, sino también de una matrilinealidad que hace emerger la presencia y las historias de las mujeres que la constituyen a Ivy.

“Yo estuve mucho tiempo en ese lugar, y bueno ahora me doy cuenta de que puedo moverme para donde quiera. Y eso también me dio la libertad de decidir. Y a pesar de que yo siempre supe que tenía esas raíces, también sacarme el peso de decir ‘no, yo soy así porque mi familia fue así, me criaron así y no me transmitieron nada, entonces yo qué me voy a meter ahora en esto, si no sé nada.’ Y en toda esa cuestión aparece Umaw [su compañero] a mostrarme otro mundo, y como que ya se hizo re inevitable. Y había cosas que las sentí directamente. Es caminar por un lugar y sentir un montón.”

Estas palabras de Ivy nos hablan de muchas cosas que los procesos de resurgencia mapuche comparten y, al mismo tiempo, de lo que lo hace particular al coincidir con su búsqueda de una identidad que la desvincule no sólo del progenitor sino de lo que éste le generó. No saber si se puede ser mapuche cuando una “no nació así” o no fue socializada de ese modo, o no tiene saberes transmitidos generacionalmente, como la lengua o las prácticas culturales, filosóficas o espirituales que contiene el mapuche kimvn, es una duda compartida para quienes atravesamos las resurgencias. Esa duda es la que nos hizo y hace preguntarnos por los porqués de tantas ausencias y silencios sobre la pertenencia mapuche, y también la que nos lleva a la posibilidad de hacer resurgir la identidad mapuche asumiendo que habrá muchos cuestionamientos: familiares, sociales, propios, e incluso de otrxs lamgen (hermanxs mapuche).

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Pero así y todo, la decisión de Ivy de cuestionar las fijezas o “lo que siempre fue así”, de aceptar lo que su camino le va presentando y asumirlo con alegría y naturalidad, también nos muestra la convicción que se va adquiriendo y modelando con la resurgencia, y que ésta ocurre necesariamente de manera colectiva. O sea, con otrxs:

“Tener esa oportunidad que te digan, mirá, toca el kulxug, y vos de pronto estás tocando el kulxug. Yo lo sentí súper especial porque Male me dice, ‘te animas, ¿querés? Nosotras con las lamgen pensamos que podías tocar. Bueno, se agarra así’. Y viene Awkiñko y me dice: ‘tocalo tranquila porque vos lo tenés, te va a salir solo. Vos lo tenés en la sangre, vas a ver que ya sabés lo que tenés que hacer.’ ((al contarlo Ivy se ríe con sorpresa)) Entonces fue como, de pronto, estaba tocando yo sola y estaba cómoda, y estaba conectada también con el resto.”

Ivy comprende que sentirse cómoda en los espacios comunitarios, ceremoniales y de mujeres mapuche que va integrando tiene que ver con sentirlos conocidos, como su lugar y en donde quiere estar, tal y como le sucedía con la compañía y entorno de su abuela. También cree que los abusos y sus consecuencias pudieron haber retrasado procesos de búsqueda personal, como el de la identidad mapuche: “todas estas situaciones de violencia lo que hicieron fue apagar muchas cosas mías.” Esas violencias, además, le imprimieron marcas corporales y psíquicas muy profundas, pero como Ivy expresa, hace rato y hoy más firme que nunca, se encuentra en el tránsito de desarmar, destruir y deshacer la creencia de que lo que le pasó determinó su sexualidad.

“Si hay quien piensa que no, que no se puede disfrutar del placer sexual después de una situación de abuso sexual en la infancia, en particular, sí se puede, sí se puede, y yo pensé que no se podía.” Ivy tuvo que aprender a hacerse cargo del deseo y el placer sexual, y en los vínculos sexoafectivos poder desvincularse, con mucho esfuerzo y voluntad, de las imágenes y prácticas sexuales del progenitor. Se propuso que las situaciones que vivió no fueran parte de su carta de presentación a la hora de conocer a alguien, o de iniciar toda relación. Lejos de ser un proceso fácil el de reparar el deseo, buscar una identidad que obedezca a sus deseos, como Ivy expresa, le implicó ser reflexiva y a la vez crítica del contexto familiar en el que creció, en donde Pino ejercía diferentes violencias de género contra ella, su mamá y, en efecto, con todo el entorno.

“Él siempre nos dijo puta a mi mamá y a mí. O sea, desde que yo tengo conciencia, sobre todo más cuando ya empecé a tener forma de mujer digamos, adulta, él empezó a insultarme del mismo modo que lo hacía con ella. A decirme, ‘eh, puta de mierda, sos una puta igual que tu mamá’, y cosas así. Y yo si había algo que no tenía era, o sea, no podía ser una puta, porque prácticamente no quería que me toque nadie.”

Además de su sentido peyorativo, no sorprende que en un orden de género machista el estigma de puta sea usado para aleccionar especialmente a las mujeres y valorar moralmente sus conductas. Esta violencia, más el daño y las confusiones de Ivy producto del abuso hicieron que ella relacionara algunas cosas: “dije ‘tiene razón, soy una puta, porque el chabón tenía encuentros sexuales conmigo y me daba plata y eso es ser una puta’. Entonces yo eso lo asumí, y dije ‘tiene razón.’” Dice haber sentido mucha bronca de que él tuviera razón, aunque después pudo comprender que se trató de una manipulación que caló hondo, y que fue otra más de las violencias de Pino.

Ivy pudo confrontarlo por primera vez a los 22 años, al no soportar más ese tipo de agresiones verbales, y le gritó: “decís que soy una puta, porque vos me decís puta porque sabes lo que hiciste. Viste, yo me acuerdo, ahora ya me acuerdo lo que vos hiciste, no pienses que me olvidé.” En esa situación de conflicto un hermano y un ex novio la auxiliaron, porque además Pino estaba alcoholizado.

En los años que siguieron nada cambió respecto de la permanencia de él en la casa y de la convivencia con la madre de Ivy. Recién a partir de la demanda, cuenta Ivy, ella pudo decir:

“Ahora a sus 64 años que iba a correr al chabón de mi casa. No fue suficiente que el chabón fuera un alcohólico, que lo corrieran, que lo echaran de todos lados, que lo trajera la policía borracho, los bomberos, los vecinos, que le afanaran. Todo eso no fue suficiente. Y que fuera un violento con ella, conmigo, con nosotros no fue suficiente. No fue nada suficiente.”

La fuerza de los mandatos de género, del modelo de familia, de sostener el matrimonio a pesar de todo quizás hayan intervenido en no poder salir de ese orden. Ivy puede comprender a su madre, aunque le resulta doloroso, e incluso a ella le tocó atravesar una situación años atrás en la que Pino requirió de sus cuidados en el hospital –por esa cuasi obligatoriedad de las mujeres− y que la contrarió enormemente: “la ironía más grande que podía haber”, expresó al respecto, además de generarle rechazo, asco, desagrado y, a la vez, cierta lástima.

“Pensar en tener que darle los cuidados a una persona que debería haberme cuidado a mí ¿entendés? eso es la contradicción. Viste, como cuando te entra en cortocircuito la cabeza, y lo veía tan vulnerable. Y ahora está así o peor porque es una persona anciana. Y pensar en eso, en el monstruo, la figura de una persona fuerte, dominante, que tenía el control, a una persona que lo estaba perdiendo todo y que te obliga, o te invita a que le tengas lástima, viste. Te lleva a esa situación, te lleva a decir ‘ah, no, pobrecito, ¿qué va a hacer ahora? total es un viejo de 76 años, ya está, ¿qué daño puede hacer ahora?’ Porque hay gente que te dice eso, ‘¡no! ¿para qué hora, para qué vas a hacer tanto lio si ahora es un viejo?’”

Esas preguntas, de otrxs, cargadas de juicio de valor, son preguntas que también se hizo Ivy a la hora de emprender el proceso para sacarse el apellido del progenitor. Forman parte o tensionan la búsqueda de la reparación que, en este caso, ha sido la menos punitiva para Pino, en términos de lo que la justicia hubiera hecho –si esta no fuera machista o si las causas por violencia sexual infantil no prescribieran como suele suceder. Esa no fue la vía que Ivy eligió, la de buscar una pena en el otro, sino que optó por lo que a ella le resultaba reparatorio para sí misma: desvincular su identidad de alguien que nunca sintió ni se comportó como un padre, o como lo que Ivy considera que es o debería ser un padre.

Su pedido fue tan justo, consistente y orientado por profesionales con perspectiva de género, cómo la psicóloga Tamara Kogan y la abogada María Belén Alfonso que acompañaron a Ivy en todo el proceso, que también fue recepcionado de ese modo y obtuvo un fallo a favor en noviembre del 2021. “El nombre es un derecho humano autónomo emparentado con el derecho a la identidad”, indicó la sentencia de la jueza Silvina Arancibia Narambuena, atendiendo a los motivos de Ivy para suprimir su anterior apellido en todo documento ya existente, como la partida de nacimiento y D.N.I., y adoptar el nuevo para los que estén por venir, como su título universitario, el que ha postergado hasta conseguir el cambio.

Los apellidos Puel y Catriel adicionados a Ivana Marisol cumplen con ese derecho permitiéndole a Ivy nombrar una identidad que eligió no sólo como reparatoria del daño, sino para reconocer, reconstruir y reivindicar su identidad mapuche y, en ello, a las mujeres de su genealogía.

Entonces, los procesos de resurgencia mapuche acontecerán en distintas circunstancias, lugares e interrelaciones. Las emociones, motivaciones o urgencias que los provocan los harán particulares y como páginas que escriben la memoria de nuestro pueblo a partir de los múltiples presentes. La historia de Ivy y la de su sufrimiento entremezclado con su fortaleza la puso en un camino que delineará por sí misma, pero que es colectivo. Porque somos muchas, somos muchos y somos muchxs lxs que estamos resurgiendo como mapuche y de diversas maneras. La búsqueda de Ivy de una reparación del daño por la violencia que vivió la hizo hallar otras reparaciones quizás antes inesperadas. Reparaciones que son singularmente para ella, pero, en efecto, para el Pueblo Mapuche porque una más recuperó su origen.

Melisa Cabrapan Duarte es Doctora de Antropología en el Instituto Patagónico de Estudios en Humanidades y Ciencias Sociales (IPEHCS-CONICET-UNCO). Al igual que Ivy, pertenece al Lof Newen Mapu, de la Confederación Mapuche de Neuquén.

Fuente: https://contrahegemoniaweb.com.ar/2022/01/25/un-camino-para-reparar-de-la-violencia-sexual-en-la-infancia-a-la-resurgencia-mapuche/



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  1. Un camino para reparar: de la violencia sexual en la infancia a la resurgencia mapuche - Desinformémonos · 2022-01-27 02:48:01
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