08/12/2021

Las enseñanzas no atendidas de la covid-19

La recurrencia de nuevas pandemias, combinadas con problemáticas como la desigualdad o la inseguridad alimentaria, será inevitable mientras no revirtamos la apropiación desmesurada de la biomasa terrestre. Por Santiago Álvarez Cantalapiedra.


La crisis ecosocial lleva decenios lanzando señales inequívocas que obstinadamente desatendemos. La crisis ecosocial es una crisis sistémica que no se reduce a la crisis ecológica global que hoy padecemos, ni mucho menos a su dimensión climática. Es una crisis pluridimensional y multiescalar que afecta a todos los planos de la realidad: el biofísico, el productivo y el reproductivo. Sus consecuencias principales se traducen en la erosión de las bases sociales y naturales que sostienen la vida humana y en la destrucción sistemática de otras especies. Muchos de los acontecimientos que vivimos –como la pandemia, el cambio climático, las desigualdades o las distintas formas de violencia estructural– son manifestaciones de esta crisis general que incluye vectores ecológicos, económicos y políticos que se entrecruzan y exacerban mutuamente. Son exponentes de cómo la actividad humana está reduciendo la capacidad de la Tierra para albergar la vida y la resiliencia para sobreponerse a la presión que sobre ella ejercemos, hechos que en ningún caso son ajenos a la manera en que el capitalismo se estructura y organiza a escala global.

Una crisis que es sistémica viene acompañada irremediablemente de múltiples señales. El cambio climático, por ejemplo, hace tiempo que nos avisa de que eventos hasta hace poco excepcionalmente raros y peligrosos se están volviendo cada vez más frecuentes. La desestabilización del clima ha pasado de ser una advertencia abstracta de la comunidad científica a una catástrofe cotidiana retransmitida en directo. Los impactos de los fenómenos climáticos extremos, el incremento de la superficie anegada por la elevación del nivel del mar y la degradación paulatina de los ecosistemas como consecuencia de alteraciones atmosféricas y edafológicas tensionan las sociedades, generan innumerables conflictos socioecológicos y desplazan de manera forzada a millones de personas. En este escenario de deterioro progresivo de las condiciones ecológicas y climáticas arrancó en noviembre de 2019 la pandemia de la covid-19. La pandemia no es sino la enésima señal de alarma del alcance y envergadura de la crisis ecosocial en todas sus dimensiones.

La pandemia: una señal más que ignoramos

Esta pandemia no ha sido fruto del infortunio, pues no es un fenómeno natural ajeno a la actividad humana. Irrumpió como una consecuencia más de cómo tratamos a la naturaleza. Estamos degradando criminalmente la biosfera. Lo sabemos porque nos lo dice la ciencia y porque lo ven nuestros ojos cada día, pero actuamos como si lo ignoráramos o no nos lo creyésemos del todo.

La comunidad científica llevaba más de una década señalando el riesgo de nuevas infecciones zoonóticas que podían adquirir una dimensión global. Meses antes de la aparición del primer brote en Wuhan, el Informe anual sobre la preparación mundial ante emergencias sanitarias se publicó con el significativo título de “Un mundo en peligro”, centrándose en esa ocasión en los riesgos biológicos que se manifiestan como epidemias y advirtiendo de la inminencia de una próxima pandemia.

Autores como Mike Davis ya habían denunciado reiteradamente que la destrucción de la naturaleza por el capitalismo creaba las condiciones para pandemias como la que estamos sufriendo. Davis publicó en 2005 The Monster at our Door. The Global Threat of Avian Flu [en castellano en El Viejo Topo, 2006]; en el año 2020, con la ampliación y revisión del libro anterior bajo un nuevo título –The Monster Enters: COVID-19, Avian Flu and the Plagues of Capitalism [en castellano en Capitán Swing, 2020], Davis quiso enfatizar que la amenaza que años antes llamaba a nuestra puerta ya estaba dentro. La covid-19 hay que entenderla desde ese contexto de catástrofes virales anticipadas y finalmente concretadas en los últimos años. Rod Wallace ha escrito recientemente Grandes granjas, grandes gripes. Agroindustria y enfermedades infecciosas [Capitán Swing, 2020], donde señala que cualquiera que pretenda comprender por qué los virus se están volviendo tan peligrosos en la actualidad se topará irremediablemente con el sistema agroindustrial y, en concreto, con la producción ganadera de carácter intensivo. Los procesos actuales de apropiación humana de la biomasa terrestre y de destrucción de la integridad de la biosfera asociados al modo de vida característico de la civilización industrial capitalista no encuentran parangón en la historia. La presión de la economía sobre los ecosistemas está erosionando la biodiversidad y las barreras naturales que nos protegen de los agentes patógenos, al tiempo que los estilos de vida globalizados favorecen su expansión por todo el planeta. De esta manera la pandemia, la crisis ecosocial y el capitalismo global aparecen como elementos íntimamente relacionados.

La respuesta a la pandemia

Tras tantas advertencias desoídas, no resulta extraño que la amenaza terminara por materializarse. Una vez concretada, la respuesta inmediata, como no podía ser de otro modo, fue básicamente terapéutica. La urgencia ante los ritmos de las tasas de contagio requería cortar la transmisión con confinamientos, distanciamientos físicos, reducciones en la movilidad y en la interacción social, a lo que se unió posteriormente el empleo generalizado de mascarillas y el acomodo del sistema de la seguridad social a la nueva situación de emergencia sanitaria. Una respuesta adaptativa a las circunstancias que tuvo como apuesta fuerte la búsqueda de vacunas. Una apuesta que salió relativamente bien por la rapidez y eficacia con la que se lograron desarrollar las vacunas e implementar a gran escala los procesos de vacunación. Sin embargo, los avances terapéuticos nos han sumergido en un ilusionismo tecnológico que distrae de las causas al concentrar la atención solo en los efectos.

Este enfoque sanitario ha conseguido desplazar casi por completo cualquier posible aproximación centrada en el origen de las pandemias. Las causas inmediatas de la propagación de infecciones zoonóticas tienen mucho que ver con la pérdida de biodiversidad. Los virus se encuentran aislados de nosotros de forma natural gracias a los ecosistemas. Estos ecosistemas constituyen verdaderos espacios de amortiguación frente a la virulencia de los patógenos. Los expertos señalan que las áreas con mayor cobertura vegetal y diversidad de aves muestran tasas más bajas de infección porque los mosquitos –que sirven de vector de infección– se diluyen en el entorno y disponen de menores probabilidades para encontrar el huésped adecuado. Existe una relación clara entre el advenimiento de epidemias y la deforestación. La tala de los bosques provoca, por ejemplo, que las especies de murciélagos que los habitan terminen posándose en los árboles de los hábitats humanos, aumentando con ello la probabilidad de interacción con las personas y, por consiguiente, incrementando el riesgo de transmisión de los virus.

En la misma medida en que se ha ido ganando la batalla a través de la vacunación, se han ido obviando estas causas inmediatas que originan las pandemias. También las condiciones sociales de salubridad y hacinamiento. Y, por último, se han terminado por oscurecer las “causas de las causas” que provocan estas dinámicas: los acelerados ritmos de los cambios en los usos del suelo debidos a la urbanización y, sobre todo, a la expansión de la agricultura intensiva, que ha provocado que solo en los últimos cincuenta años se haya transformado un tercio de la superficie terrestre. Cambios recientes en el uso de la tierra que, según los últimos estudios, son responsables de más del 50% de las enfermedades infecciosas zoonóticas que han afectado a la especie humana desde 1940. El abandono de esta mirada preventiva a resultas del éxito obtenido con la respuesta terapéutica paradójicamente nos está desarmando frente al riesgo de nuevas pandemias que, al no atajarse las causas en origen, están resultando cada vez más frecuentes. Un estudio de la Universidad de Brown ha estimado que entre la década de los ochenta del siglo pasado y la primera del nuevo siglo el número de brotes epidémicos de enfermedades infecciosas se ha multiplicado por tres.

Las enseñanzas de la pandemia

La conclusión que deberíamos extraer de todo ello es que frente a las pandemias necesitamos, tanto o más que respuestas sanitarias, acciones decididas para salvaguardar la salud de los ecosistemas cambiando radicalmente los modos de vida que los están transformando y destruyendo. La recurrencia de nuevas pandemias, combinadas con otras problemáticas como la desigualdad o la inseguridad alimentaria a modo de sindemias, será inevitable mientras no revirtamos los procesos actuales de apropiación desmesurada de la biomasa terrestre que monopolizamos los seres humanos.

No atender al hecho de que las zoonosis dependen de un delicado equilibrio entre seres humanos, patógenos y biodiversidad, impide comprender que, cuando nuestros comportamientos y actividades económicas presionan o alteran la integralidad de un ecosistema, la salud humana y, por consiguiente, también nuestra calidad de vida, se resienten con ello. Es un error concebir la salud humana a partir de las respuestas terapéuticas y las instituciones sanitarias que inciden únicamente en las manifestaciones de las enfermedades una vez que se han producido. Existen determinantes sociales y ecológicos de la salud que no podemos ignorar y sobre los que debemos actuar si se aspira a alcanzar sociedades saludables con parámetros razonables de calidad de vida. Eso se traduce en que tenemos que replantearnos urgentemente las prioridades y delimitar colectivamente a qué cosas concedemos valor. La principal enseñanza que deberíamos haber extraído de la experiencia traumática de esta pandemia es que la mentalidad materialista y tecnocrática, basada en una fe ciega en el mercado y la tecnología, y obsesionada por dominar la naturaleza y la acumulación de la riqueza y el poder, es un auténtico dislate que nos conduce al peor de los escenarios posibles. Tras una apariencia de prosperidad material sin término, genera una vorágine extractivista y consumista que provoca un deterioro ecológico y social que solo beneficia a unos estrechos círculos de intereses económicos en detrimento de una vida buena para los seres humanos, sus descendientes y el resto de las especies con las que compartimos casa común.

Fuente: CTXT



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