01/12/2021

La ficción que hace saltar las bisagras de una lectura histórica fosilizada

Foto: Marianela Muñiz

La pieza que ganó el Premio Óperas Primas del Centro Cultural Rojas es una lúcida relectura en clave expresionista de algunos textos canónicos de lo que se ha dado en llamar nuestra identidad literaria nacional. Con reminiscencias de la crueldad del Ascasubi y su “Refalosa”, de la picardía del “Martín Fierro” con su coraje, osadía y traición; en sus paralelismos con el humor fino de un Mansilla en “Una excursión a los indios Ranqueles”, nos deja en boca el sabor del hierro de una clase oligárquica, y la enorme esperanza de una sublevación. Por Andrés Manrique para ANRed.


Pampa Escarlata trabaja el choque entre el hedor de la América profunda y la mentalidad instrumental europea que busca el reconocimiento y la aceptación de su época. La Señorita Mildred (interpretada con lujuriosa precisión por Lucía Adúriz) representa los amaneramientos forjados durante siglos por la oligarquía inglesa. La diferenciación ha sido clave para teñir de azul esa sangre. La sublimación del deseo es el punto donde la palanca civilizatoria ha movido el espíritu de nuestra era, pero la libido encuentra intersticios y huecos a través de los cuales las formas de las bellas artes son arrasadas por la sangre roja que desmolda la gramática de los sentidos de clase, de pertenencia. Y es ahí donde Pampa Escarlata concentra sus fuerzas; para que todo estalle de una manera siniestra y genial.

La historia es a la vez sencilla y maravillosa. En la recámara de una casona de la oligarquía, a mediados del siglo XIX, una dama inglesa quiere destacarse ante los ojos de su maestro, Woodcock (cuya traducción es una hermosa burla). El profesor, postrado en silla de ruedas que Pablo Bronstein maneja con prodigiosa gracia, descalifica a su alumna. Habla de su mano marchita, de sus miras cortas, de sus caprichos. La humilla y le da un mes para que demuestre un cambio. Con un lenguaje feroz de una naturaleza civilizada conocemos la idiosincrasia, cortada por la misma tijera, de la protagonista y del profesor. Mildred proviene de una oligarquía tallada a golpes de pinceles finos y de una retórica que convierten al mundo en paisaje o en naturaleza muerta. Su ambición por convertirse en algo para alguien la hunde en profundo desconsuelo. La solución le llegará, en fuente de plata, por la puerta de servicio. Isidra, su criada, la ayudará a “expresar con realidad perfecta algo que en completo ignoro”, expresará Mildred en algún momento. De ahí en más, todo derivará en una zona de riesgo donde los prejuicios dejarán al descubierto, sin ambages, todo tipo de abusos. El choque entre el ser europea y el estar de cosmovisión americano es el núcleo del conflicto. No revelaremos cómo sale Mildred, pero sospechamos que por más de que contáramos todos sus giros argumentales (que tiene varios) en nada se opacarían los múltiples sentidos que despierta ni, mucho menos, la belleza extática en la que es llevado a cabo este drama de resonancias góticas.

Foto: Marianela Muñiz

Las fuerzas oscuras han sido usadas hasta el hartazgo para dar la nota, para conseguir publicidad. Se sabe, los Rolling Stones son lo que son por esa empatía con el demonio; se sabe también quién es Marilyn Manson por sus altisonantes declaraciones y relaciones con la simbología demoníaca; pero estas no pueden ser consideradas sino más que tretas del marketing en una era en la que el diablo mismo tiene su etiqueta al dorso, con el precio gravado en moneda extranjera. Los acuerdos y tratos del hombre blanco con las fuerzas de la sombra son infinitos. Y no son menos los pasajes temporarios que el turismo occidental sacó a lo largo de toda su historia mediante prácticas, ritos y sustancias de culturas ajenas. El viaje de ayahuasca, tan en boga actualmente, no es más que un ejemplo de lo que acaso sea una moda flashera en busca de los atajos de lo que fuera para otras sociedades un camino en el tiempo de preparación para la expansión de la consciencia. La tentación de abrir nuestros sentidos, asediados por un mercado potente que los constriñe, en un click, con una pastilla o algún brebaje, de manera casi automática, es muy fuerte. Y es fuerte, sobre todo, porque es menos comprometida que la apertura de conciencia que impulsaría el encuentro con el otro: el otro es un viaje al que cada vez nos atrevemos menos. Se repite que el infierno es el otro, tomándose literalmente el aforismo de Sartre como una sentencia, sin haberlo leído. El viaje promocional de nuestra cultura es hacia el interior: conocete a vos mismo, hacelo por tu cuenta, vos solo podés, date una vuelta alrededor de tu propia jaula. Viajamos en el espacio sin mover un pie, sin salir de casa, sin apenas atarnos una zapatilla. Esos viajes a pagar, en 12 cómodas cuotas sin interés, estimulan la inmersión en el sí mismo donde el otro escondido en el placard, a lo sumo, debe servirnos de llave para penetrar en el ego levado por la cultura del saqueo.

Foto: Marianela Muñiz

La nación argentina ha brotado de la sangre de cientos de pueblos. Nuestra identidad (si es que existe) surge de las tumbas anónimas de culturas que fueron masacradas por distintas campañas militares, civiles y eclesiásticas. Nuestra civilización, más allá de Benjamin, es un documento de violación y de barbarie. Estamos hasta las manos, y Pampa Escarlata llega como una sofisticada forma de venganza; como una manera lateral de expiar la violencia que nuestros antepasados infligieron sobre los pueblos originarios. Pero también es más que eso. Cuenta el encuentro entre una cultura muy joven que sigue desesperada buscando el grial que se sabe profano, y una cultura de perspectiva más larga que se sostuvo sobre la base de la transmisión de valores, de saberes, de conocimientos, de leyendas, de fórmulas y de magia. Cuenta algo del contraste de lo que es en el tiempo con una cultura (la propia) que ha decidido liquidar la eternidad a cambio de la ubicuidad. El mañana no existe para nuestra civilización porque el futuro es hoy. Y esto hace que nuestro presente sea una lámina de hojaldre. Frente al presente transparente, emerge Pampa Escarlata volviendo recargada sobre la historia. ¿Qué pasa cuando a Mildred se le va la mano? ¿Cuál es el secreto que el cuerpo del otro carga? ¿Y cuánto del secreto muere en la muerte del otro?

Son tres los personajes en escena: la aprendiz de pintora, el maestro y la criada. Pero estaríamos ciegos y sordos si se nos pasara por alto el cuarto personaje de esta obra, que es el lenguaje. El lenguaje extremo constituido por una mecánica lúcida, con giros y excesos que desbordan un idioma feroz en un barroco chispeante que, por momentos, despierta reminiscencias de algunos pasajes de Paradiso, la inmensa novela de José Lezama Lima.

Lucía Adúriz es una bestia expresiva (disculpen el exceso), pero el torrente de palabras le sale con una modulación y una claridad que raya en la locura. Maneja velocidades, intensidades, niveles y alturas pocas veces vistos en escena. Todo en un cuerpo que no para de generar momentos diabólicos, plagados de humor. Al lado de ella, Jano es una caricatura; Jeckyll y Hyde, un monigote comparados con los cambios sin soluciones de continuidad que Adúriz genera en el paso de la inglesita ampulosa a la tromba cargada de fuerzas salvajes. Y, al mismo tiempo también, con la capacidad de una bailarina que nos sacude la pollera de la cabeza. El momento en que es puro cuerpo y baila es para conservar en una cajita de música.

Pablo Bronstein, el profesor, sostiene muertas sus piernas, como si algo en esa anulación también estuviera hablando de nuestra educación, del salón, de la academia. El actor crece desde la cintura, dándole al tronco, a los brazos, a las manos, al cuello y a la cabeza poderosa fuerza. Sus ademanes mudos contienen el grito en su gestualidad mientras escuchamos lo que piensa Mildred sobre el maestro, y otras derivas que nos hacen reír a carcajadas. Además, maneja la silla de ruedas de una manera más cercana a un número virtuoso de circo que a una interpretación dramática. Hace wheelie, colea, la pone en una rueda, y entra y sale de escena con elegancia tremendas.

Foto: Marianela Muñiz

Carolina Llargues interpreta a la chinita con un temple y una ternura pícaras que dan ganas de levantarse a abrazar. Lo que dice en su solo, en un momento de crisis límite, habría que memorizarlo para repetirlo varias veces a la semana. Y el modo en que rompe esa ternura y crece volviéndose un gigante, provocan un miedo arcaico, también bello.

Vestuario, luces, música y decisiones escenográficas acompañan de un modo matemático. Todo parece haber sido calibrado en su divina proporción para catapultar el desborde a niveles profundos y vitales.

Aplausos al equipo, al texto, a la puesta, y a la ficción que descose las bisagras de una lectura histórica fosilizada para volver a pensarnos como una sociedad blanca, de raíz regada con la sangre del oprimido. No se pierdan esta verdadera genialidad.

Foto: Marianela Muñiz

La obra está en cartel los sábados a las 21.00 en Área 623 (Pasco 623).

 

FICHA ARTÍSTICO TÉCNICA

Autoría: Julián Cnochaert

Actúan: Lucía Adúriz, Pablo Bronstein, Carolina Llargues

Diseño de vestuario: Paola Delgado

Diseño de escenografía: Cecilia Zuvialde

Diseño De Sonido: Cecilia Castro

Diseño De Iluminación: Ricardo Sica

Asistencia de dirección: Jennifer Sztamfater

Prensa: Carolina Stegmayer

Producción: Catalina Villegas

Dirección: Julián Cnochaert



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