13/06/2021

Camila Sosa Villada: Tan sirenas nosotras, en el libro del FILBA

Camila Sosa Villada escribe sobre las Viejas del Agua y la memoria de las travestis en este texto, parte del libro por los 10 años del FILBA. Este texto de Camila Sosa Villada, Mi postal de Rosario, forma parte del libro que celebra los 10 años del Festival Nacional de Literatura (FILBA), que se realiza del 16 al 19 de junio de manera virtual. La publicación será de descarga gratuita a partir del día de la inauguración, el 16/6, con textos de Rosario Bléfari, María Moreno, Eloísa Oliva, Camila Sosa Villada, Hebe Uhart y Beatriz Vignoli, entre otrxs. Por Agencia Presentes.


Cuántas horas de nada habré llorado por las burlas hechas sobre mis bigotes de india, lacios y tupidos como matas de oscuros ramos de novia, con suerte para quien lo agarra pero nunca para la novia, como tentáculos de hilo negro que robaban de las billeteras de los clientes los sueldos con que luego, tal vez, invitarían a sus novias a desayunar un café con leche con dos medialunas, dos criollitos, manteca y dulce de leche y el detalle del jugo de naranja, que es el que le daría la categoría de completo. Todos esos muchachotes que en el pueblo me gritaban “¡Hay café, hay café!¡Hay cafeitarse!” .

Cuántas veces odié la sombra de mi bozo frente al espejo de la pensión y me quité pelo por pelo los motivos de mi pena, con una pincita de depilar robada de alguna perfumería, en un teatro veloz y sin espectadores. Cuántas agujas embebidas en alcohol para clavarlas bajo el pelo encarnado y obligarlo a salir para quitarlo de raíz. Cuántas noches me fui a dormir humillada por el veneno criticón de algún garrón que se atrevió a decirme que sería bonita si cuidara más de mi aspecto, si me pusiera un poquito de silicona en la frente, que era ancha y dura, y otro poquito en los labios. Y otro pocote en las tetas y mucho en el culo. Y que qué linda quedaría si me hiciera la electrólisis, que era de las cosas más dolorosas del mundo, un sistema satánico que te mandaba una descarga eléctrica a la raíz del pelo, de manera que te picaneaban toda la barba para que la muchachada quedara contenta y no se decepcionara al acariciarte las mejillas de papel de lija.

Todas esas lágrimas que chupó mi almohada porque mis bigotes eran mi fealdad y luego seguía la nariz de boxeador y los dientes chuecos de pobre y yo pensaba en todo el dinero que debía reunir para mejorar un poco mi aspecto, que era apenas el monigote de una mujer. Toda la fortuna que debería acopiar si alguna vez se me ocurría querer ser bonita. Y una vez llorados todos estos pormenores, mis bigotes brotaban, se iban bajo las sábanas y me masturbaban con su tacto cosquilloso y si estaba boca abajo también me hacían masajes y si era invierno apuraban las colchas castigadas por las polillas y hacían un huequito bajo mi cabeza para que fuera más cómoda la posición. Y si los libros estaban lejos, ellos iban hasta los estantes de la biblioteca de chapa y me los traían y giraban las páginas con delicadeza maricona. Y muchas veces secaron los ríos salados que me brotaban de los ojos y nunca se quejaron de dolor cuando los afeité o los arranqué con cera caliente que me hacía saltar frente al espejo en una polka hirsuta que aliviaba el ardor.

Luego, las exigencias televisivas me dijeron que no podía andar tan bigotuda frente a las cámaras porque la gente no aguantaba que las travestis nos mostráramos como somos. Y comencé a invertir en esta apariencia como quien se mete a un plan para comprarse un coche usado, o una casita en una cooperativa o las vacaciones de su vida en una agencia de viajes. Y yo, que había fundado una inteligencia suspicaz en torno a mi fealdad cultural, de repente me vi yendo a una clínica a que me quemaran los bigotes con láser, que es una técnica casi tan sádica como la electrólisis, pero mucho más veloz.

Cuando dejé la muñequita travesti lista para ser amada por el celuloide, de repente the thrill is gone y me divorcié de la actuación y ya no me interesó tanto el cine, ni la televisión y comencé a sospechar que había sido engañada. Tonta muñequita travesti ingenua y pretenciosa. Mis buenos bigotes no volverían y yo, con la piel lisa como los bordes de la tarde, estaría sin compañía y sin público hasta nuevo aviso. Te quedaste sin el pan y sin la torta. Y sin coraje. Y sin inocencia. Y sin astucias. En los cajones quedó un manojo de lanas embravecido que alguna vez fue el esplendor de tu rabia.

En el 2019 me invitaron a Rosario, para un evento cultural en el que hablábamos sobre el amor y aproveché unas horitas libres que tenía y me fui sola a la Costanera, a mirar pasar el río que siempre fue mi locura. Quien mira un río pasar, posiblemente se ve a sí mismo transcurrir en la historia, más o menos manso, más o menos hondo y a veces tan cristalino o tan sucio. Ahora soy travesti como antes fui río y posiblemente reencarnaré en algún salto de agua que descienda desde las Altas Cumbres a los pueblos de Traslasierra. Agua dulce, fría, helada, y las ramas de los sauces como memoria de mis bigotes perdidos.

A orillas del río, a pasos del Centro Cultural España, pensé en el origen de mis bigotes. Dicen las travestis de lengua más vieja, que en el río de Rosario hay todo un cardumen de travestis sirenas, mitad viejas del agua, mitad travestis, que fueron haciéndose con el adn que perdían las muertas arrojadas al agua para ocultar sus cadáveres. Las Viejas del Agua o loricáridos, pa’ que no crean ustedes que no abrí Wikipedia al escribir este puema, tienen una especie de ventosa en la boca que las asegura al fondo de las cosas y, además, las alimenta. La misma ventosa que las travestis tenían en la punta de sus labios para libar el barroso pitulín de los clientes y amores (a esta altura todo se confunde, los límites se vuelven porosos). Parece que estos peces, al pasar encima de los cuerpos de las asesinadas, tomaron no solo las algas que las cubrían sino también toda la información desoxirribonucléica de las travestis y lentamente fueron pareciéndose a las muertas. Primero crecieron las pelucas, de pelo natural muy fino, mantenidas como nuevas por el agua dulce del río, luego unas tetas elefantonas y unos rubores rosados en las mejillas, unos bigotes largos para cachetear giles y pestañas postizas con las puntas duplicadas para mayor volumen y extensión.

Pronto las Viejas del Agua también pudieron cantar (dicen que si Rosario hiciera silencio podría escucharse su canto), cumbias santafesinas suavecitas e irresistibles. A medida que los años pasaban, las Viejas del Agua tuvieron una memoria muy parecida a la de las travestis y recordaron las persecuciones y matanzas, pero también las fiestas y el coraje y esa rabia que era como una fiebre buena que las ponía de pie. Y pronto tuvieron piernas, largas y musculosas piernas cubiertas por esa piel oleosa que brilla como la esperanza o las promesas, y ya las branquias se hicieron sutiles y se acercaron a la orilla y los bagres machos y pacús y demás peces sintieron celos, y se quedaron refunfuñando en el río, porque sin comerla ni beberla, las Viejas del Agua ahora podían contar cuentos y cuando menos lo esperaron, salieron de noche a las playitas más cercanas a probar sus nuevas extremidades, las piernas para bailar, las manos para arañar y las bocas con ventosas para quedarse pegadas a la carne obrera y macha de los que se acercaron a tocar la novedad. Sirenas de agua dulce.

Los bigotes de las Viejas del Agua quedaron prendidos al bozo de las sirenas y así como espantaron moscas, enlazaron los cuellos de sus amores y los trajeron a sus pechos y bien pudieron cachetear, ahorcar, manipular navaja o llevar un collar de perlas hasta el altar de Iemanjá, que hicieron con las herrumbres encontradas en el fondo del río. Y fuimos siendo menos peces y más humanas y eso nos causó mucha tristeza, pero así eran las cosas y bien valía reconciliarse con los días que no pueden repetirse para doblar por otra esquina, o decir que no en lugar de decir que sí. Y pronto nos enamoramos y olvidamos los amores de fango, pringosas en la mugre, casi ciegas y capaces de todo y ya terminamos temblorosas como si no hubiéramos vivido nada. Andamos entre la gente, sin saber que venimos de esos peces de carne despreciada, que come barro en el fondo del río. Nos inmiscuimos, metiches, incómodas, en este cardumen sin agua que son los humanos. Tan humanos ellos. Tan sirenas nosotras. 

A lo lejos, sobre la superficie del río, una sirena se asoma y agita su brazo diciéndome que ahí está, que es cierto esto que sé desde siempre, somos el río, hacia él vamos, o hacia los mares, o a lo que sea agua, a lo que sepa hundirse, a lo rebelde, aquello que ninguna mano puede tomar. Se ríe, con toda la boca mientras un bagre le pasa muy cerquita y le hace temblar esa piel de oro. Cuando quieras te pasás a tomar unos mates, bien dulces, con facturas con crema y membrillo, muchas calorías, muchísimas calorías en el río de Rosario. Siempre lo han hecho así, el amor de las travestis para decirte que estás en casa, es con mucho hidrato de carbono, mucho triglicérido. Mucho mate dulce, con una cucharadita de té de azúcar cada vez. En el río, en la tierra, en Santiago del Estero, en Santa Fé, en Salta, en Jujuy, siempre ha sido así. Me vienen a buscar y la sirena desaparece tragada por las olas y un barco enorme eleva la tarde un peldaño más. Le pido al guapetón marica que haga silencio un segundo, a ver si escucho el canto de mis antiguas, y nada… gritos en algún lugar que retumban en mi nostalgia.

 



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