18/04/2021

Las muchas Sirias que he visto

En el décimo aniversario de la irrupción de la guerra de Siria, los periodistas que nos la han contado ponen voz y perspectiva a la que ha sido la gran cobertura internacional de los últimos años. Por El Salto


Un grupo de hombres se reúne alrededor de la mesa de un restaurante en Barcelona. Beben vino, comen y hablan con nostalgia de su país. La escena tiene algo de atávico, parece salida de una de aquellas películas en blanco y negro en las que los protagonistas llenan de humo tabernas sórdidas, entregados al recuerdo de lo que fue y ya no es. Todos ellos son sirios. De Homs, de Alepo o de Damasco, incluso de la zona costera de Latakia, pero hace muchos años que no pisan ninguno de estos lugares. Se marcharon de allí durante los años ochenta y noventa, cuando el gobierno de Hafez Al-Assad parecía inquebrantable.

Son ingenieros, empresarios, médicos. Profesiones bien remuneradas que les han permitido alejarse de la vida que llevan sus antiguos compañeros de colegio, devorados por las dinámicas criminales de una guerra que hace una década que dura. Hablan en un tono que oscila entre la indignación y la nostalgia, a veces beligerantes, otras resignados, polémicos siempre. Expresan una visión, la suya, que ni es verdad ni es mentira. Siria es un terreno de grises que se entrelazan entre sí. Tras preguntarles cómo se ha contado el conflicto en la prensa, su respuesta es contundente: “la gente no ha entendido nada”.

El planteamiento de Pablo Sapaj, Doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, sigue una línea similar. “Los medios no han estado a la altura”, explica mientras enumera los motivos por los que cree que ha sido así: ausencia de contexto, abuso de tópicos, tendencia a la simplificación y falta de recursos económicos necesarios para realizar una cobertura de calidad. Pero, por encima de todo esto, hay una causa menos evidente: “Siria no ha sabido explicarse a ella misma. En cierta manera recuerda a los Balcanes, una región que siempre se ha dicho que produce más historia de la que sus habitantes son capaces de asimilar”.

Charles De Gaulle lo dejaba entrever cuando, dirección al Líbano, decía ir “al Oriente complejo con ideas simples”. Si siempre ha sido difícil entender Siria, la situación se ha agravado desde la irrupción de la guerra en 2011. Hablar de la historia reciente del país de los omeyas es hablar de conspiraciones, relatos fragmentados, frases a medio terminar y polarización, un concepto que adquiere aún más fuerza en un contexto bélico.

Más que un trámite administrativo

Paso fronterizo de Masnaa, entre el Líbano y Siria, invierno de 1970. Un joven Tomás Alcoverro, aún lejos de convertirse en el veterano corresponsal de La Vanguardia para Oriente Medio, pasa horas delante de una estufa medio rota. El frío es terrible, tanto, que un funcionario del gobierno se apiada de él invitándolo a un te. Hafez Al-Assad, padre del actual presidente, acaba de hacerse con el poder después de perpetrar un golpe de estado contra la élite gobernante y más izquierdista de su propiopartido, el Baaz. Alcoverro quiere entrar a Siria para presenciar cómo se están produciendo los cambios. Tras una noche en blanco, no lo consigue. “Siempre ha sido muy difícil hacerte con un visado para entrar en Siria”, explica hoy desde Beirut.

Cuarenta años después, en 2011, la situación de los periodistas no había cambiado apenas. Las denominadas Primaveras Árabes sacudían todo Oriente Medio. En Túnez y Egipto, Ben Alí y Hosni Mubarak se habían visto obligados a dimitir. La Libia de Gadafi se tambaleaba. En Siria, en una ciudad situada a cien kilómetros del sur de Damasco, un grupo de adolescentes fueron represaliados por un graffiti donde podía leerse “tu turno, doctor”, en alusión a Bashar Al-Assad, oftalmólogo de carrera. Las protestas se extendieron por todo el país, contradiciendo así el criterio de los muchos analistas que creían imposible ver a Síria afectada por la ola de indignación que recorría el mundo árabe. La eclosión económica de aquellos años y la llegada del turismo internacional lo hacía poco previsible, pero la gran sequía que tuvo lugar entre 2006 y 2010, la reducción de los subsidios destinados a la población rural y el elevadísimo grado de corrupción hicieron aflorar demandas transversales. Ante esta situación, periodistas de todo el mundo decidieron buscar formas de acceder a Siria con o sin visado.

El fotoperiodista Ricard García Vilanova, junto con sus compañeros Mónica G. Prieto y Javier Espinosa, entró ese mismo año por Jabal Zawiya, en la región septentrional de Idlib, bajo el amparo de los grupos opositores al gobierno. Las protestas habían escalado rápidamente y, en pocas semanas, ya se podía hablar de un conflicto abierto que dividía el país. Lo que entonces era una guerra civil acabaría transformándose en una batalla global en la que intervendrían actores como Rusia, Estados Unidos, Turquía, Israel, Irán o la milicia chiíta Hezbollah, todos ellos defendiendo sus propios intereses sobre el territorio. Como si fueran milicianos, los periodistas tuvieron que elegir un bando para hacer su trabajo, una elección que les condenaba a ser personas non gratas al otro lado de la trinchera.

Como si fueran milicianos, los periodistas tuvieron que elegir un bando para hacer su trabajo, una elección que les condenaba a ser personas non gratas al otro lado de la trinchera

“Estoy vetado en la parte del gobierno por haber empezado a trabajar dentro del territorio opositor. Allí me encontré manifestaciones pacíficas y reprimidas directamente con fuego real”, dice Vilanova. El ganador del World Press Photo 2020 es el primer fotoperiodista español que empezó a cubrir las protestas y la posterior guerra. “Fui tirando de contactos que apoyaban a la oposición. A partir de aquí hablas con uno y con otro, que te pasa a gente nueva, hasta que llegas a alguien que te dice que te puede entrar desde Turquía. Durante los primeros meses o lo hacías de esta manera o no lo hacías”, concluye. La alternativa es entrar al país con visado, un proceso largo y farragoso cuyo éxito depende de los contactos que uno tenga. El control es estricto y está sometido a condiciones diversas, una de ellas, quizás la más importante, es no haber entrado nunca clandestinamente en Siria.

Tomás Alcoverro obtuvo su visado oficial en 2013. Con el permiso de cinco o seis días venía incluida la supervisión de un agente del gobierno. “Es evidente que lo primero que se debía hacer después de pasar la frontera era presentarte rápidamente, ese mismo día, en el Ministerio de Información para acreditar que habías llegado. De paso, era la oportunidad para agradecer los papeles. Y una vez allí se negociaba y se acordaba qué se podía hacer. ¡Un viaje a Alepo! Lo apuntaban. ¡Ir a ver a los militares de la Bekaa! Lo apuntaban”, recuerda el periodista. Cuenta como le recomendaban “de una manera muy explícita” que “por favor” no saliese del itinerario marcado. “Confiamos en usted, siga las pautas que usted y nosotros hemos acordado”. Alcoverro sonríe y utiliza mucho la palabra “evidentemente” para transmitir que, a pesar de todo, es necesario asumir tales limitaciones. Para sortearlas, “aquí ya entra un poco la astucia y la capacidad de cada uno”.

Las distintas formas de entrada en Siria han hecho que las experiencias de Vilanova y Alcoverro sean diametralmente opuestas. Durante la batalla de Alepo, uno fotografía bombardeos rusos sobre barrios sublevados y el otro escribe, además, cómo los cristianos de la zona gubernamental celebran la Navidad, con abetos incluidos. Hay violencia y muerte, pero eso no impide que, a veces, la vida cotidiana se abra paso. Como todos, este conflicto no es un contínuum en el espacio y el tiempo y contarlo es buscar un equilibrio constante entre lo pequeño y lo grande, entre lo concreto y lo general, entre árboles de Navidad y bombas.“Esta guerra ha sido como una habitación a oscuras”, describe Alcoverro. “La divergencia entre interpretaciones ha dejado un rastro de frustración que yo he tenido y aún tengo. Es una guerra muy mal explicada, una guerra a oscuras. Los que íbamos por la vía del visado veíamos cosas que los otros no veían, y a la inversa”.

Tener o no tener visado va más allá del simple trámite administrativo. Determina la zona desde la que se trabaja, la gente con quien se habla, la realidad que se vive. Para David Meseguer, periodista freelance y habitual colaborador de medios como el periódico catalán ARAFrance24 o el vasco GARA, la guerra de Siria supuso la oportunidad de explicar una historia diferente a la de sus compañeros. “Como sucede en repetidas ocasiones durante el conflicto, todos los medios apostaron por la misma cobertura, un foco mediático, y enviaron gente hacia allí”, recuerda. La situación era complicada y los periodistas iban en pequeños grupos. “Era difícil poder hacer historias distintas más allá de lo que veía todo el mundo, así que en cuanto tuve la oportunidad me fui a Afrín, al norte de la provincia de Alepo”.

Allí estuvo con las Unidades de Protección Popular (YPG), grupo armado formado por milicianos de etnia kurda que se aseguraron el control de algunas zonas del norte del país. Mientras las tropas fieles a Al-Assad y los grupos opositores, cada vez más fanatizados, se disputaban la mayor parte del territorio, Meseguer fue testigo de “la revuelta silenciosa” de los kurdos en Rojava. Este freelance ha vivido la guerra desde un ángulo muy concreto, como todos los que la han cubierto, y admite que elequilibrio informativo es complicado. “La tentación de cualquier periodista es empatizar con el bando desde el cual se trabaja, es un tipo de Síndrome de Estocolmo”, explica, pese a creer que el estudio del contexto y el hecho de contrastar debidamente las fuentes son mecanismos útiles para evitar este posible sesgo.

El poder de las palabras

Los medios de comunicación occidentales han llenado sus páginas con palabras como “rebelde”, “régimen sanguinario” y “revolución”. Las palabras importan. Y los nombres, y los adjetivos, y el titular. La fórmula utilizada para contar lo que sea —desde la cosa más cotidiana a la explosión de un complejo conflicto internacional— condiciona su interpretación, más aún en el caso de una guerra que ha polarizado la opinión pública mundial.

“La terminología es clave”, o así lo cree Natalia Sancha. La actual corresponsal de El País hace más de trece años que vive en Líbano, desde donde ha informado sobre Siria. Lo hizo con visado hasta que en 2018 dejaron de concederle permisos. Sancha habla con la determinación que solo tienen aquellos que son conscientes de lo que intentan transmitir. “Tengo mis opiniones, por supuesto, pero no tengo que paternalizar, maternalizar ni ser condescendiente con el lector. Prefiero exponerle los hechos y cuando digo que hay 13.000 personas que han sido torturadas en prisión hasta la muerte no necesito calificar a nadie de dictador, asesino o verdugo. Sobre todo porque no está estipulado qué lenguaje tenemos que utilizar”, afirma. “Evidentemente que el de Al-Assad es un régimen, pero ¿no lo son el turco o el saudí? Homogenicemos la teoría y utilicémosla para todos”.

El polvorín sirio ha llevado a Sancha a eliminar la palabra “rebelde” de su diccionario, debido a su connotación positiva. Prefiere el término “insurgente”. “Como rebelde, sería correcto decir que los militantes de Al-Qaeda lo son porque se están rebelando contra el sistema establecido. Pero no quiero utilizar “rebeldes” para definir a grupos que casan a niñas de catorce años, que son polígamos y que ejecutan en la vía pública a los disidentes”, explica.

Según los datos oficiales, antes de la guerra en Siria vivían en armonía más de una decena de confesiones diferentes: suníes, alauitas, drusos, chiitas, cristianos, ortodoxos, maronitas, nestorianos… Pero las tensiones sectarias generadas por la guerra hicieron saltar por los aires la convivencia interreligiosa. Las formaciones integristas suníes fueron ganando peso entre la oposición, y según Vilanova, llegaron a ser “los únicos grupos que tenían una buena logística y ofrecían una respuesta”.

“Sobre el terreno, ya desde un inicio vimos crecer las barbas a una velocidad inaudita. La evolución era física, ideológica y hasta mental. Chicos que me dieron dos besos cuando los entrevisté por primera vez, luego no quisieron ni darme la mano”

“Sobre el terreno ya desde un inicio vimos crecer las barbas a una velocidad inaudita”, recuerda Sancha. “La evolución era física, ideológica y hasta mental. Chicos que me dieron dos besos cuando los entrevisté por primera vez, luego no quisieron ni darme la mano”. Pero no fue hasta 2014 que, con la eclosión del autoproclamado Estado Islámico, el extremismo islamista se convirtió en protagonista del espacio mediático dedicado a Siria.

La propaganda de este grupo, con sus mensajes claros y directos, acompañados de imágenes de gran calidad, planteó a los periodistas el enorme reto profesional de contar el fenómeno mientras se convertían ellos mismos en objetivos perseguidos. “El EI [a diferencia de otras formaciones radicales islamistas] capturó y mató a todos los periodistas que pudo a fin de controlar el discurso propagandístico”, explica Vilanova, que estuvo secuestrado por el también conocido como Daesh durante ocho meses entre 2013 y 2014. Cuatro años después volvió a Siria con la BBC para fotografiar a presuntos yihadistas presos. “Hubiese sido extraordinario haber podido cubrir lo que eran desde dentro de su Califato, cualquier imagen habría sido un punto diferencial para poder contrarrestar sus discurso”. El fotógrafo destaca que, antes del secuestro, pudo trabajar en la zona controlada por Jabat Al-Nusra, filial de Al-Qaeda en Siria.

“Así como en otros temas dedico más tiempo a preparar la prevención de riesgos, cuando me pongo delante de esta gente lo que me lleva más trabajo es prepararme psicológicamente”, relata Sancha. “El caso del yihadista belga a quien entrevisté o la historia de las tres españolas integrantes de EI me causaban muchísima inquetud. Soy humana y he perdido compañeros y amigos en manos de este grupo”. La periodista busca “comprender, porque comprender al otro no quiere decir justificarlo sino tratar de entender sus dinámicas: de qué ambiente cultural proviene, qué educación tiene, qué ha permitido que la cabeza le haga ese clic”.

La guerra de después de la crisis

Cubriendo la guerra siria, el periodismo no solo ha tenido que enfrentar nuevos retos propios de la idiosincrasia del conflicto, también se ha visto obligado a lidiar con los desafíos internos propios de una profesión que, ahora más que nunca, se plantea la viabilidad de su supervivencia. La de Siria es la primera gran guerra surgida tras la crisis del 2008, pero según Pablo Sapag la cosa viene de lejos: “A partir de los años ochenta, se va imponiendo un modelo de producción y gestión de los medios que se conoce como corporative journalism, es el modelo Murdoch, que sólo aspira a ganar dinero. Hacer periodismo de calidad es caro y la única forma de forrarse es recortar el gasto en personal”.

Marga Zambrana fuma compulsivamente tras la cámara de su ordenador. Instalada en Estambul, tiene el posado entre ácido y rocoso que uno espera encontrar en la mirada de los corresponsales de guerra veteranos. Le falta el whisky. Llegó tarde al mundo del periodismo pero lo hizo cuando el cuarto poder aún gozaba de la mística propia de las películas americanas. Los tiempos han cambiado. “La mayoría de la gente que se dedica a esto está malviviendo, o los padres los mantienen o tienen otros trabajos”, cuenta. En 2013, cuando llegó a la ciudad turca desde donde ha cubierto la guerra siria, Associated Press —una de las agencias de noticias más grandes del mundo— tenía contratados a una veintena de freelance, hoy son “tres o cuatro”.

“No necesariamente triunfan los más buenos, sino los que más pueden aguantar”, afirma Zambrana que, habiendo publicado en medios como El PaísThe Guardian o USA Today, forma parte de este grupo. Pese a ello, no tiene ningún tipo de problema en hablar del elefante en la habitación que todos parecen querer ignorar: la precariedad. “El periodismo no se puede considerar una profesión si no ganas dinero para vivir, si no tienes una garantía de protección”, explica en referencia a un oficio en elcual, salvando todos los matices y singularidades, los artículos se pagan a 50€, los vídeos a 200€ y las exclusivas que ocupan portadas —aquellas que se consiguen una vez en la vida— a 1.000€. De estos ingresos es necesario descontar lo que se pierde en viajes, traductores y dietas, gastos que a menudo debe cubrir el mismo trabajador.

Vilanova reconoce que si no fuera por su relación “más personal que profesional” con la gente que vive en el territorio, jamás habría podido cubrir conflictos como los de Siria, Libia o Iraq. “Yo nunca he hablado de fuentes, yo tengo amigos que me han ayudado y a quien, obviamente, yo también he ayudado cuando he podido”, afirma. “Trabajar en estos países es extremadamente caro, son más de 250 dólares al día y, como freelance, esto es inviable”. A su turno, Meseguer destaca que la altísimafragmentación imperante en el conflicto sirio dificulta aún más la labor de los periodistas. “A no ser que trabajes para un medio muy potente y cuentes con apoyo de tu gobierno, solo cubrirás una parte de la guerra. Haces una apuesta que puede salir bien o mal”, reflexiona.

“Prohibiría a cualquiera decir que este es el mejor oficio del mundo. El trabajo hay que pagarlo, de los likes y los retweets no se come. Si aceptas trabajar sin cobrar, los empresarios se pagarán las cenas con tu ego”

Pero para Zambrana, la responsabilidad no solo recae en los propietarios de las empresas de comunicación y su falta de disposición a la hora de invertir dinero en “el buen trabajo”, sino también los periodistas que se muestran dispuestos a trabajar por menos dinero del habitual a cambio de fama. “Prohibiría a cualquiera decir que este es el mejor oficio del mundo”, dice encendiendo el enésimo cigarrillo, “el trabajo hay que pagarlo, de los likes y los retweets no se come. Si aceptas trabajar sin cobrar, los empresarios se pagarán las cenas con tu ego”.

Refuerza su argumento evocando diversas anécdotas que permiten ilustrar el tipo de ambiente frívolo que se respira en los barrios de Estambul, desde donde muchos corresponsales narran los horrores del conflicto con “un daiquiri en la mano”. Habla de expertos en Estado Islámico que nunca han entrado en Siria, de reporteros mediocres que se inventan heroicidades para ganar fama o de centenares de periodistas que filman las maniobras del ejército turco como si estuvieran en el frente. “Este tipo decosas han pasado desde los tiempos de Capa, pero antes los que iban a la guerra eran un grupito muy pequeño. Ahora somos muchos y es más difícil de esconder”. Es por eso que considera la fiscalización de la labor periodística como algo indispensable para la profesión. “Tenemos que defender nuestro oficio y decir que la mayoría de la gente hace bien su trabajo, pero hay unos pocos que, con sus actos, nos dan mala reputación a todos”.

El reportaje que nunca he escrito

Cuando la guerra deja atrás la fase donde cada batalla es breaking news, llega el desierto informativo y, para el espectador común, el país desaparece del mapa. Pero los más de 380.000 muertos, cinco millones de refugiados y seis millones de desplazados internos continúan ahí. Meseguer pone el foco en la importancia del posconflicto. “Es muy interesante explicar cómo está Mosul [la que fue capital iraquí del autoproclamado Estado Islámico, liberada el 2017] hoy en día. ¿Cómo está la población civil? ¿Ha vuelto todo el mundo? ¿Qué ha pasado con los cristianos? ¿Los servicios básicos están garantizados? Todo este periodismo que está lejos del foco mediático a menudo no interesa y es muy difícil de colocar”.

Siria ha llenado innumerables páginas de periódico, además de horas y horas de radio y televisión. Como la guerra, su cobertura no ha estado ni continua ni constante. “Con contadas excepciones, los medios van al hecho informativo, donde falta la oportunidad de ofrecer el contexto que permite entender la situación”, cuenta Meseguer. El periodista comenta el interés que el pueblo kurdo y sus milicias femeninas despertaron de un día para otro. “Muchas piezas se quedaban en la superficie, se publicaban muchas fotografías, pero no se informaba sobre cómo estas combatientes habían llegado hasta ahí ni qué había detrás”, recuerda.

“Las guerras son dinámicas, evolucionan y cambian, como las ideas, como la gente”, dice Sancha en repetidas ocasiones. Explicarlas es difícil, a menudo uno se pierde. Es por eso que, más allá de los grandes relatos geoestratégicos y de la especulación, Alcoverro señala que “las pequeñas cosas dan una idea quizás muy mínima pero menos totalitaria” dentro de la gran confusión que siempre implican los conflictos armados. Preguntada por el reportaje que nunca ha podido escribir, Sancha habla de “las nadie de Siria”.

“Es gente que siempre ha estado al margen de mis reportajes”. Poco a poco, con tranquilidad, hace brotar palabras que dibujan con claridad una escena que sucede en Alepo, justo después de la recuperación de la ciudad por parte del ejército sirio. Tras estar bajo el control de varios grupos armados, la zona está vacía. “Quedó la típica señora de setenta años que a duras penas podía andar. Se había quedado en casa porque ¡era tan invisible! Tan pobre que no valía la pena matarla, tan vieja quetampoco valía la pena violarla”, dice. “Son hombres y mujeres, también podrían ser los nadie. Me los he ido encontrando en diversos frentes. Muchos han muerto y a los que han sobrevivido siempre los cito en algún párrafo de mis reportajes. Los utilizo para aportar contexto, creo que son los que han vivido la guerra de verdad, los que pueden explicar qué ha pasado durante estos diez años. No nosotros, que vamos al frente, sino ellos, que han visto moverse los frentes por su casa”



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