05/03/2021

Lucrecia Martel desmiente una crónica de Levinas sobre los “falsos diaguitas” en Salta

La cineasta salteña Lucrecia Martel y la antropóloga Lorena Rodríguez, demienten una crónica publicada el 19 de febrero por el periodista Gabriel Levinas y Coromoto Torres, en la cual hablan de la «intrusión de indígenas en los Valles Calchaquíes» con apoyo del oficialismo.  «La reconstrucción histórica es compleja, y más cuando involucra población subalterna, cuya historia ha sido deliberadamente borrada o tergiversada. Presentar los conflictos actuales en el Valle como resultado repentino de “unos insólitos ‘diaguitas calchaquíes’” , quienes apoyados por el estado rompen la armonía de un paisaje habitado sólo por “pequeños productores”, es irresponsable».


Reproducimos texto de Lucrecia Martel y Lorena Rodríguez

En una nota del 19 de febrero pasado, los periodistas Gabriel Levinas y Coromoto Torres compartieron conceptos confusos respecto a las reivindicaciones de los “autopercibidos Diaguitas Calchaquíes”. Una nutrida producción académica nos ofrece la base desde la cual problematizar estas cuestiones. Vayamos a la historia.

Las primeras descripciones sobre el Valle Calchaquí fueron hechas por españoles a mitad del siglo XVI. El conquistador Diego de Rojas llamó a sus habitantes “diaguitas”, caracterizándolos como muy belicosos. Hacia 1560, a raíz del levantamiento de Juan Calchaquí, los españoles comenzaron a mencionar como “indios de Calchaquí” a todos los indígenas que estaban en guerra. Los apelativos de diaguitas y calchaquíes sirvieron para ordenar el espacio a conquistar. Pero esas palabras designaban en realidad a numerosos grupos cuyos nombres empezaron a aparecer en los documentos: pulares, payogastas, chuschas. No hace falta ser un genio para imaginar la falta de rigor con la que fueron anotados por las autoridades coloniales y la poca sensibilidad que tuvieron para distinguir diferencias en medio del afán por repartirse la mano de obra. Así los grupos comenzaron a ser fragmentados, superpuestos, desplazados.

Pero los autores de la nota afirman que no había “diaguitas” en el sector salteño del valle y que los “verdaderos habitantes de la región” eran los “pulares”. Sobre los pulares, existen intensos debates entre especialistas y en el estado actual de conocimiento es imposible afirmar que una designación es más correcta que otra. Frente a una historia tan accidentada, tan voluntariamente borroneada, sorprende leer ciertas certezas de los autores.

La autopercepción, que se menciona con sorna, encierra una potencia que quizás no ha sido meditada. No podemos saber cómo se autoadscribían quienes habitaban los valles hace siglos. Pero sí podemos hoy escuchar cómo los pueblos indígenas quieren llamarse, cómo ven sus relaciones con el pasado y reescriben su propia historia. De ahí que, el Convenio 169 de la Organización Internal del Trabajo (OIT), al que nuestro país suscribe, reconoce la autoidentificación como uno de sus principales derechos.

En la crónica desde Salta, los perodistas se refieren a un orden armónico que ven amenazado en su veloz paseo por el Valle. Es imprescindible que repensemos ese orden, resultado de un proceso histórico violento. Nuestra cultura argentina se construyó sobre una estrategia: otorgar una naturaleza inferior a quienes acá vivían para someter su fuerza de trabajo. Pero tiene una tremenda debilidad: es imposible convencer completamente a una persona de que no vale y debe permanecer en la carencia. Imaginemos el nivel de control necesario para forzar a una población a autopercibirse así: ¡débil, inútil, cobarde! Debajo de ese superficial orden armónico bullen conflictos que salen a la luz cuando las condiciones lo permiten. Cada vez más escuchamos sobre pueblos y comunidades que inician reclamos de tierra. Esto no es invento de un puñado de militantes. Es una lucha centenaria.

 

Analicemos una escena: en la primera cita al médico quien atiende es una chica morena, que habla como santiagueña. En el 90% de los corazones argentinos surgirá la desconfianza. ‘Ella no está preparada, me tengo que ir’. ¿Estamos exagerando? Analice el lector las publicidades que le ofrecen servicios de salud en esta página. Ese sentimiento de sospecha sobre la incapacidad del otro fue fundado hace siglos, prolijamente desarrollado, condimentado con palabras de desprecio y con años de manuales escolares.

Nos convencieron de que los indios eran inferiores. Pero ellos son como nosotros. Quieren ver crecer a sus hijos, enfrentar desafíos, estar tranquilos donde viven, sentirse parte de este país. No quieren ser el pasado, nunca lo han sido, siempre han estado ahí, no quieren permanecer iguales a nuestras fantasías decimonónicas.

Dice esta crónica que los “pulares” fueron expulsados del Valle, que quedó “vacío”. Afirman que fueron los “atacamas” quienes, desde Chile, repoblaron la zona en 1791. En rigor, la presencia de atacamas en el NOA y en el valle es anterior a la época hispánica. Lo que ocurre a fines del XVIII es que se visibilizaron más porque los funcionarios Borbones de la colonia los registraron con mayor precisión. De hecho, aparte de los atacamas en Calchaquí, existen otros padrones (1786, 1792 y 1806) que contabilizaron más indios tributarios. Muchos eran antiguos habitantes del valle que por iniciativa propia o por voluntad de otro habían regresado.

Las fuentes no pueden leerse con fe de monaguillos, sin reponer el contexto en que fueron escritas. ¿No debe llamarnos la atención lo conveniente de pregonar tierras sin gente? El Censo de 1778 muestra que en el Curato de Calchaquí vivían 2195 personas, de las que un 78 % fueron reconocidas como indios por las autoridades. ¿Por qué no mencionan esta información? ¿No es curioso que todo dato que va en apoyo del indio se borre graciosamente en la ruta del vino salteño?

En 1737 Domingo de Isasmendi regresó los indios de su encomienda, desplazados al valle de Lerma hacia 1665, a su hacienda de Molinos. Argumentaba que allí los necesitaba para abastecer a la ciudad de Salta. “Sus” indios, despojados primero de las tierras ancestrales y luego de las tierras asignadas en Lerma, quedaron subsumidos y explotados en los límites de la hacienda. Mencionanlos periodistas este apellido pero sin una pizca de curiosidad sobre su legitimidad para poseer tamaña propiedad en la zona.

El siglo XIX, que queda obviado en el texto publicado, cuna del orden armónico pregonado y de la homegeneidad ficticia, dejó a los indios coloniales indefensos. Se les quitaron los derechos concedidos por la Corona, quedando sometidos bajo otras categorías como “arrenderos”, “medieros”, “peones”. La próxima vez que los periodistas visiten los Valles, los llevaremos a ver los métodos con los que aún hoy se hostiga a la gente. Y quizás les surja preguntarse por qué allí hay tantos sin acceso a la tierra, frente a tan extensísimas propiedades muy bien aseguradas.

La reconstrucción histórica es compleja, y más cuando involucra población subalterna, cuya historia ha sido deliberadamente borrada o tergiversada. Presentar los conflictos actuales en el Valle como resultado repentino de “unos insólitos ‘diaguitas calchaquíes’” , quienes apoyados por el estado rompen la armonía de un paisaje habitado sólo por “pequeños productores”, es irresponsable.

¿Por qué no mencionan que la reconversión económica del Valle de las últimas décadas, que atrajo a capitales para diferentes emprendimientos (fundamentalmente extranjeros), produjo una enorme revalorización de la tierra reviviendo antiguos pleitos jamás resueltos? ¿Se han interesado por los papeles con los que se justifica la propiedad de las heredades coloniales? ¿Por qué no los miran con la misma desconfianza con la que miran al indio en su reclamo?

Esta nota insidiosa, mal informada, aparece cuando se analiza la prórroga de la ley 26.160, único instrumento legal que existe para que se suspendan los desalojos violentos. Esta ley no entrega tierras; es para evaluar y empezar a pensar soluciones.

No suma al debate el desconocimiento sobre las trayectorias de quienes hoy lideran las organizaciones indígenas y sobre los mecanismos que, basados en el consenso de pares y refrendados por el estado, permiten elegirlos y regular su accionar. Incluso asumiendo la posibilidad de que inescrupulosos quieran sacar provechos dentro del INAI, lo que es una preocupación permanente para las comunidades, no se justifican los ataques a la lucha indígena.

Nos imaginamos que están dolidos, indignados con la mediocre clase política que defiende su inutilidad apelando a la inutilidad heredada. ¡Imagínense que en Salta hay que soportar gobiernos ultraconservadores disfrazados de peronistas! Con todo ese enojo podemos estar de acuerdo. Pero no nos transformemos en lo mismo, desarmemos la matriz colonial con la que se fundó nuestra Nación y construyamos un país más diverso y justo.

Para tranquilidad de los lectores, que creen que reconocer la deuda con el indio es estar en contra de la propiedad privada y las virtudes del trabajo, aclaramos que no. Solo que no tenemos paciencia ya para soportar la ceguera con la que se piensa esta Nación Blanca y Pura. Por todos lados la pobreza es de color marrón, y las cárceles se llenan de marrones cuando los delitos millonarios están en manos más claras.

Que el profundo racismo de nuestra cultura no los confunda.

Fuente: Clarín



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