15/01/2021

Cuentos que son baldíos

No es la soledad, son disparos en el silencio; una frontera que se reconoce como el lugar donde nos ocurre la vida: ese límite que separa un adentro-afuera en el que pivotean todos los personajes de los nueve cuentos de «El lado solitario del río», publicado por Corregidor. El autor, Fabio Wasserman, es presidente de la Sociedad de Escritores de Provincia de Buenos Aires sede CABA (SEP CABA), y discípulo del gran novelista y cuentista entrerriano, Juan José Manauta (autor de «Las arenas blancas» y «Los degolladores» entre otras obras) y del escritorazo porteño Pablo Ramos («El origen de la tristeza», «Cuando lo peor haya pasado», entre otros). Por Andrés Manrique, para ANRed.


«Tu especie huye de la verdad: cegarte es la única manera de hacerte feliz.» Jacques Cazotte (El diablo enamorado).

En El lado solitario del río, Fabio Wasserman recorre los baldíos que existen entre las personas. Esas zonas que, entre bastiones civilizatorios, van quedando por desidia o inercia. En estos cuentos los lindes de las relaciones se constituyen en el hábitat de sus personajes, ablandados y endurecidos por las lluvias y los soles de la intemperie.

En el primer baldío lleno de arbustos, latas y botellas rotas, se mete un hijo que carga en una bolsa las cenizas de su padre. Las cenizas constatan la ausencia; el lugar tembloroso y vacío que se tendió a lo largo de todas esa relación: “Estoy lleno de restos”, dice su personaje.

“Ellos piensan que están yendo, pero es la llama de la vela la que se mueve. Ellos nada.”, cuenta el Mudo del segundo baldío que, con resonancias rulfianas, quiere decir lo que piensa “pero hay tanta saliva.” y recuerda que “hay que esconderse hasta que la sombra se olvide de nosotros.”

En el tercer cuento baldío nos damos la cara contra la ausencia, como forma de relación. El personaje sale al parque desde hace tiempo en piyama a buscar a su madre, que hunde una taza en el agua de la fuente, y le habla de las semillas de algodón, como esos cuerpos que nacen de flores marchitas. Después, el personaje sueña con ese niño que se queda solo en la plaza, sentado en la tabla dura, apretando las cadenas en el vaivén de la hamaca que nadie empuja.

En el cuarto baldío nos encontramos con un personaje que “se agarra firme en la arena porque el desierto es su lugar y ahí crece junto con su amor como crece el desamparo.” También estos podrían ser personajes de Juan Rulfo.

Cuando saltamos la valla de carteles húmedos para entrar a “Hogar”, el quinto baldío, nos encontramos con la figura de la madre como un hogar inhóspito; un hogar al que nunca se vuelve, pero del que no se olvida y al cual siempre, por deseo o inercia, se regresa.

Fabio Wasserman posa para la cámara. | Foto: Rolando Andrade Stracuzzi

Así como en estos primeros cinco baldíos encontramos los despojos del naufragio de las relaciones filiales, en los últimos cuatro del volumen, Fabio Wasserman, como si los hubiera ordenado cronológicamente, se detiene en los restos que quedan de ese “entre” distintas parejas. Una mujer que pierde un embarazo; un viaje a la costa para entender que todo va hacia ninguna parte, y que el diálogo no es mucho más que masticar la arena donde un pez de plata cuelga en un muelle esperando a ser carnada; en una separación donde las cajas y los objetos que quedan desparramados son los signos de lo perdido; y en un hombre que intenta entender el final de una relación.

El vínculo que se da entre sus personajes pareciera imposible: por una fatalidad, por una imposibilidad, por una carencia o por una dificultad que no en todos los casos se alcanza a desentrañar completamente.

Los cuentos son como dos manos abiertas que se aprietan a una cara en desesperación, cubriendo el dolor y la soledad de algo que no se revela. En cada cuento separamos a la fuerza dedo por dedo, y tiramos de cada uno para entrever la cara de la desgracia. Es el reconocimiento de la soledad como pasaje hacia un lugar distinto a la compañía: “La soledad, esa que no tiene tiempo y no se puede medir, que está con el primer llanto y queda para siempre con nosotros.”, dice Wasserman en una entrevista. Y después cierra: “los cuentos del libro tienen algo en común, algo de ese vacío que tenemos todos y del que no podemos desentendernos aunque escribamos libros, seamos padres, y nos falsifiquemos de todas las maneras que seamos capaces de inventar para seguir viviendo.”

Desde el lado solitario observamos el río que baja entre los baldíos de la niñez y la vida adulta, dejando en la orilla los restos de acampes en los que nunca se sabe del todo cómo ajustar los vientos para que la tormenta no arranque nuestra precaria forma de convivir.



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