22/12/2020

Una historia de amor que no debe repetirse jamás

Hace tres años, Carmen Barraza construyó el merendero Copita de Leche Gime y Lauti, después de las terribles muertes de su hija y su nieto, y de una vida llena de violencias extremas. Su admirable fuerza de voluntad no debe ocultar lo principal: nadie más debe sufrir lo que ella sufrió. Por Movimiento Etiopía para ANRed


“Mi mamá me abandonó cuando era chiquita. Mi papá era alcohólico y violento. Me mandaba a pedir comida y si volvía sin nada, me pegaba. Si volvía con algo, también. Tuve que dejar la escuela en sexto grado. Por culpa de mi papá abusaron de dos de mis hermanas. Dos sobrinos se me murieron por distrofia muscular y otro, en un intento de robo. Una de mis hijas y mi nieto murieron por mala praxis. Los hombres que pasaron por mi vida me dejaron marcas de mucha violencia”.

La vida de Carmen Barraza es un dolor tras otro, una violencia tras otra: violencias institucionales, patriarcales, sistemáticas. Nació y vive en José Mármol, partido de Almirante Brown, al sur del conurbano bonaerense, donde en diciembre de 2016 fundó el merendero Copita de Leche Gime y Lauti, en honor a su hija Gime, que soñaba con crear un merendero y había muerto nueve meses antes.

“Tengo 14 hermanos: ocho del primer matrimonio de mi mamá y seis del segundo. Soy la segunda más grande, tengo 53 años –comienza a recapitular–. Vivíamos con mis papás, pero yo a veces me iba a lo de mi abuela, que me hacía trabajar para ella y para otras personas, pero al menos no me pegaba. En lo de mis papás, desde los 6 años, tuve que hacer todo: conseguir comida pidiendo, ir a buscar agua a seis cuadras, porque no teníamos, y también ir a buscar leña, porque no teníamos gas. Cuando mi papá nos ordenaba que le hiciéramos mate y no había agua o leña, enseguida tenía preparada una vara en los cajones para pegarnos. Se iba y volvía tomado y sin plata. Todo así era, una vida fea: mis hermanos y yo solventando la vida de mis padres”.

No tiene sentido agregar muchas palabras a esta nota ante la contundencia de las suyas: “Lo que sufrí me ayudó en el merendero, porque sé lo que es el hambre, las necesidades, y no me gusta que otro las pase. Mis papás, por ejemplo, nunca fueron a pedir: nos mandaban a nosotros. A veces no comíamos nada y, si comíamos, muchas veces era polenta con cebolla de verdeo. ¡Odiaba esa comida! Por eso acá trato de cocinar cosas ricas, para que a los chicos les gusten”.

Su paso por el sistema educativo también fue traumático: “Llegué a sexto grado, pero a los tumbos: por ahí una semana no iba, o iba un día solo. No tenía calzado. Una vez la maestra me preguntó: ‘¿Por qué usted, Barraza, falta tanto?’. ‘Lo que pasa, señorita, es que no tenemos para hacernos el té’. Iba toda desprolija. La señorita Alba… ¡cómo me ayudó esa maestra! Me hizo hablar con una asistente social y me daban quesos, dulces, me traían ropa. Pero yo siempre era ‘la que necesitaba’. ‘Barraza no tiene, Barraza es la pobre’. Siempre fue así mi infancia. Y a mi mamá le daba igual. La verdad es que ella… no sé. De grande la volví a ver y ni siquiera le pude preguntar: ‘Mamá, ¿por qué permitiste tantas cosas?’. Cuando mis hermanas le reclaman, me sale decirles: ‘¿No te acordás como papá le pegaba patadas, la tiraba entre medio del ropero, la dejaba dormir afuera?’”.

La violencia intrafamiliar siempre estuvo presente. “Si íbamos a pedir y volvíamos sin nada, mi papá nos esperaba con un azote. Entonces un día nos fuimos lejos. Como no nos conocía nadie, nos dieron de todo y volvíamos contentas, pero no sabés la paliza que nos dio mi papá. ‘¿A dónde fueron?’, nos gritó. ‘Pero papá, si no traíamos nada usted nos iba a pegar’. Y nos dio una paliza igual. Después dejó de dar resultado pedir, porque todos los días nadie te daba. Entonces empezamos a ir de noche a una verdulería que dejaba mucha verdura que no estaba linda. Esperábamos escondidas, para que nadie nos viera. Hasta que un día agarré y le dije al muchacho: ‘¿Puedo fijarme si hay algo para llevarme a mi casa?’. Tendría 9, 10 años. En ese momento yo empezaba a reaccionar un poco. Pensaba ‘pero papá, estamos consiguiendo la comida, al menos vení a ayudarnos a cargar las bolsas de papa’. Un día no teníamos nada en la casa, pero nada. Día de lluvia, todo el día sin comer. Fuimos y conseguimos unas peras, maduritas, y papas. ¿Sabés lo que hizo mi papá? Tiró la bolsa de peras porque dijo que estaban muy maduras. ¡Para nosotras era un lujo, fruta! ¿Sabés lo que era venir nueve, diez cuadras con esas bolsas para nosotras, que teníamos 10 años, a la noche? Esa fue nuestra infancia”.

La violencia de su papá afectó a todos sus hermanos. “Mi hermana Mari lo esperaba en la puerta de los bares, ella tendría 6, 7 años. Se disfrazaba de varón para que no le hicieran nada. A él le decían ‘che, andá, te vino a buscar tu pibe’, pero él se quedaba. Y de tanto tomar, le agarró un cáncer. El último fin de año que estuvo, Mari le estaba sirviendo vino y él le dijo de mala forma ‘echá más’. Yo le pegué una mirada con la que creo que le habré dicho muchísimas cosas, lo habré mirado con mucho odio, porque mi papá bajó la vista. Cuando falleció no fui al velorio”.

Los recuerdos dolorosos aparecen uno detrás del otro: “Una vuelta vino muy borracho y le pegó muy mal a mi mamá. Justo llegó el papá de mi mamá, y le pegó una paliza a él. Ahí se separaron. ¡Yo me puse tan contenta! Porque de él siempre recibí maltrato: me despertaba a la madrugada y me obligaba a levantarme para hacerle mate. Si eran las dos de la mañana y no había agua, me mandaba a buscar a unas 6, 7 cuadras. Mi mamá intentó trabajar un par de veces, pero él iba borracho a buscarla, le gritaba qué estaba haciendo ahí, y la gente no la quería recibir así a mi mamá”.

Por la violencia y desidia de su papá, dos de sus hermanas fueron abusadas: “A una la mandaba a cambiar revistas a la casa de un familiar. Ella lloraba y decía que no quería ir, pero la obligaba. Después, de grande, nos dijo que el tipo la manoseaba. Por eso no entiendo por qué los padres no les hacen caso a los hijos cuando no quieren ir a algún lado. Cuando ya estaba separado de mi mamá, un día fue a buscar a mis hermanas y las dejó toda la noche solas cuidándole un terreno sin edificar para que no se le metiera nadie. Una de mis hermanas fui violada delante de otra. Cuando volvieron asustadas, mi papá las fajó a las dos porque dejaron el terreno”.

Las secuelas de tanto dolor son inmensas: “Me fui de mi casa a los 14 años para escaparme de todo eso. Y toda la vida seguí relacionándome con gente que me maltrataba. Me costó muchísimo saber quién realmente era yo, entender que tenía derecho a decir ‘esto no quiero’. Y a mis hermanas les pasó lo mismo”. ¿Qué fue de su mamá? “Cuando se separó de mi papá empezó a decir que trabajaba con cama adentro, pero en realidad tenía otra pareja. Un día no volvió más, nos abandonó”.

El sistema judicial también la violentó: “Cuando mi abuela denunció a mi papá, nos llevaron a todos ante un juez de menores. A una de mis hermanas la metieron en una correccional y la aislaron. A las más chicas las metieron en un colegio pupilo en La Plata, nadie sabían dónde estaban. Yo me salvé porque mi suegra se hizo tutora de mí hasta que fuera mayor de edad. A dos de mis hermanos se los llevaron a Río Gallegos. Y mi mamá, lo más piola, viva la pepa, haciendo su nueva vida. Meses después, mi hermana mayor pidió que pasaran a mis hermanas de La Plata a Adrogué para que pudiéramos verlas”.

Su vida adulta también fue dolorosa: “Siempre hice lo que querían los demás. No tenía forma de sentirme libre. Yo tengo artritis reumatoidea, y una vez la reumatóloga me preguntó: ‘¿Qué te hubiera gustado ser?’. Me quedé callada. Yo tenía 42 años, y nunca en la vida me lo había preguntado. Nunca. Ni se me cruzó por la mente pensar en qué podía hacer yo, o qué me hubiese gustado ser. Siempre tuve que hacer lo que decían los demás. Recién a los cuarenta y pico de años me di cuenta de que yo merecía otra cosa”.

¿Qué te ayudó a cambiar, Carmen?

–Mis hijas. Hace 17 años ya no podía más, intenté suicidarme y una de mis hijas me salvó. A partir de ahí, las cosas empezaron a cambiar. Ellas me decían “mamá, vos también tenés derechos, ¿por qué dejás que te maltraten?”. Mis hijas y mis hermanas fueron las que más me ayudaron siempre. Y eso que mis hermanas sufrieron como yo. Muchas de nosotras sufrimos el golpe más fuerte de todos: perder un hijo. La primera fue mi hermana Marcela: su hijo nació con distrofia muscular y le dieron entre 16 y 18 años de vida. Fue un tremendo dolor: tener un chico discapacitado en una casita de 4×4 de madera, con piso de tierra, en una camita, porque ni silla de ruedas conseguíamos. Imaginate lo doloroso que es. El padre trabajaba arrastrando un carro, no pudimos darle algo mejor porque todas estábamos mal. No nos ayudaban con nada, ni ayuda psicológica había: era sobrellevar la situación como podías. Así y todo, sobrevivió hasta los 25 años. Tuve otro sobrino con la misma enfermedad, que murió en 2018, a los 19 años. Y mi hermana Lauri perdió a su hijo Nicolás, que tenía 18 años, cuando intentaron robarle.

Carmen también busco contención en la religión: “¿Sabés por qué iba a la Iglesia? Para salir, para ir a algún lado. Veía a mis hermanas y le pedía a mi dios que no me dé ese dolor de perder un hijo. ¡Señor, por favor que nunca pase eso, Dios, no me permitas ese dolor! Siempre le pedía que no me hiciera pasar ese dolor. En 2015 me dijeron que una de mis hijas tenía problemas graves de salud. Pensé que Dios me estaba preparando para eso. Nunca imaginé la pérdida de Gime y de Lauti”.

Esa historia, que le da nombre al merendero en el que Carmen repasa su vida, sigue lastimando: “Fue en febrero de 2016, Gime estaba embarazada. Sentía muchos dolores, un médico le dijo que eran ‘ñañas de mamá primeriza’ y la mandó a su casa. Volvió a sentirse mal, volvió al médico y le dijeron que había comido algo que le cayó mal. La tercera vez que fue la medicaron por ‘infección urinaria’. Nunca le hacían un estudio, nada, la mandaban a su casa. Un día, a las 11 de la mañana, me llamó mi yerno para decirme que la habían internado y que el bebé había muerto. Ella se atendía en el Hospital Churruca, porque era policía. Nunca le dieron la atención necesaria y tampoco le hicieron un hisopado obligatorio que podría haberla salvado”.

Luego, otra vez, la violencia institucional: “El bebé murió en el parto, ella quedó entubada con máquinas que solo habíamos visto en películas, y a los 26 días murió. Ahí aprendés el maltrato de los profesionales a los familiares que están ahí afuera. ‘Se muere a las tres’, nos decían. Íbamos todos, pero mi hija seguía viva. Cuando murió, fuimos a hacer una denuncia por mala praxis y no querían tomarla porque era el Hospital Churruca. Hasta que nos atendió una oficial que conocía a Gime, se largó a llorar y tomó la denuncia. A los pocos días vinieron un montón de policías a nuestra casa y pedían hablar solamente con mi marido, pero una de mis hijas les dijo ‘lo que tengan que hablar, háblenlo adelante nuestro’”.

Pese a todo, Carmen sigue levantándose todos los días para dar cariño, ropa y alimento a más de 70 chicas y chicos que asisten al merendero, sostenido a pulmón por ella, voluntarias y voluntarios. “Cuando pasó lo de Gime me enojé con Dios, pero trato de pensar que para todo hay un propósito. Lo veo de esa manera para poder sobrellevar todo lo que pasé. Trato de estar bien para que el resto esté bien. Nunca supe lo que es realmente la felicidad. Con mis hermanas nos decimos: ¿cómo será ser feliz realmente? La vida siempre nos machacó con algo. Pensamos: ¿qué más hay para pasar? Yo trato de cada día ser mejor persona. Si antes daba 2, ahora doy 3. Si antes tenía 5 y los guardaba, ahora ya no los guardo. Lo más parecido a la felicidad, para mí, es cocinar lo mejor posible para los chicos de Copita, rodeada de mis hijos y mis hermanas. No quiero que quienes conozcan mi historia se pongan tristes, sino que sepan que si una sufrió tantas malas en la vida, igual a veces se puede seguir saliendo adelante”.

El merendero Copita de Leche Gime y Lauti está ubicado en República Argentina 654, José Mármol, y recibe todo tipo de donaciones. Los medios para comunicarse son su página de Facebook y su página de Instagram.



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