06/05/2012

Haroldo suspira en el viento

3-576.jpgHaroldo Conti dejó su escritorio a la fuerza, cuando le quedaban en el tintero muchas historias simples para ser contadas también a los simples. «Luce una imaginación compleja y sumamente simbólica”, decía el informe sobre «Mascaró” que elaboraron sus captores. El castigo y la intolerancia arribaron a su casa de Villa Crespo y lo arrancaron de su escritorio para siempre la noche del 5 de mayo de 1976. Desde entonces los ríos lo siguen buscando. Por Gustavo Moure.


Todo comienza y termina con una máquina de escribir. Un escritorio cargado de imaginación sobre las cosas simples, esas que se supone simples porque son de todos los días, porque están incorporadas en lo cotidiano y generalmente no sobresalen.

Algunas papeletas desordenas ordenan en letras y palabras historias para nada fantásticas. Una vela, algunas fotos familiares y muchos libros completan el paisaje.

Haroldo Conti dejó su escritorio a la fuerza, cuando le quedaban en el tintero muchas historias simples para ser contadas también a los simples.

«Luce una imaginación compleja y sumamente simbólica”, decía el informe sobre «Mascaró” que elaboraron sus captores, que vaya paradoja se hacían llamar «los de inteligencia”. El castigo y la intolerancia arribaron a su casa de Villa Crespo y lo arrancaron de su escritorio para siempre la noche del 5 de mayo de 1976.

Desde entonces los ríos lo siguen buscando, especialmente «ese viejo y taciturno León”, que rodea Buenos Aires de norte a sur. En los Bajos del Temor, el arroyo Anguilas toma forma de pez y asoma su mirada por entre los juncos tratando de encontrarlo pescando junto al Viejo o al Boga. Es posible sin embargo, que ahora se encuentre en el Guazú, buscando el Flecha de Plata, porque es verdad que hay que conocer ese río para saber lo que es un río en esta parte del mundo.

Los barcos siguen esperanzados con volver a cruzarse con El Mañana o con el Aleluya, porque en alguno de ellos estará él, amarrado a un timón de historias que siempre implican la libertad; también los botes amarrados al abandono, descascarados del tiempo y sin nombre esperan que venga el Boga o el mismo Haroldo a ocuparse de ellos. ¿Acaso hay algo más triste que un barco sin nombre?

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Haroldo partió, remó y naufragó. Se animó a encarar la vela «hasta el culo del mundo”, y quizás eso no le fue perdonado. Militó en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y adhirió al Frente Antiimperialista por el Socialismo (FAS) sin renegar que era un pueblo peronista el que tenía que llegar al socialismo.

Concibió una literatura que no buscaba transformarse en un manifiesto político, pero sin embargo decía que habiendo vivido y mamado el drama político del país, seguramente ese drama político emergería, como emergió incluso en la soledad del delta, en la vida dura y siempre miserable del isleño, en morfar bagres todo el invierno hasta que remonte el precio del maldito junco.

Haroldo suspiraba en presencia de la injusticia. Era un suspirante, según varios que lo conocieron. Seguramente uno de esos suspiros inspiró «Alrededor de la Jaula”, allá, en el zoológico de Buenos Aires, donde una mangosta llamada «Ajeno”, espera en su jaula la visita diaria de Milo que nunca más va a llegar. Ajeno recuerda ya con nostalgia la noche en que Milo llegó con su barreta y lo cargó en su mochila huyendo por Avenida del Libertador en busca de la libertad. Ya nunca más comerán juntos las milanesas que le llevó la Tita al Leyland abandonado de la calle Brasil, devenido en refugio ante la llegada de los primeros rayos de luz. El breve cautiverio de Milo y Ajeno resume como el escritor entendía el ser libre: la libertad es una quimera para los de afuera, mientras existan los de adentro. Fueron testigos del escape el Rey del Vacío, el Club de Pescadores y el restauran Munich, pero también un policía con cara de picapiedra que persiguió a Milo, como quizás haya perseguido a Haroldo en la maldita noche del 5 de mayo de 1976.

Haroldo, el cazador de las historias simples, de todos, ya no está. Su fantasma camina todos los días los muelles abandonados de la Isla Paulino, el todavía hoy casi incógnito lugar que se mimetizó con el escritor como ningún otro después de su crónica, la última, de abril de 1976 en la revista Crisis. Se dice que junto a Don Paulino Pagani Haroldo suele comer los domingos soleados las famosas pastas que prepara la mujer del isleño, acompañadas por supuesto, con el vino de la costa, y también con sus tristezas.

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Haroldo ya no está porque si en algo tuvieron razón sus secuestradores es en que tenía la cabeza llena de cosas. «Siempre tengo la cabeza tan llena de cosas que no me sorprendería si un día de estos salta en pedazos”, decía Lito, o mejor, lo decía Haroldo a través de Lito en «Como un León”, donde el relato es de los humildes, de los villeros «toda esa gente que empieza a moverse en este mismo momento y no se pregunta qué será de ellos el resto del día y menos el día de mañana sino que simplemente comienza a tirar para adelante”. También la vieja locomotora Caprotti, arrumbada a las afueras de la 31, en vías del San Martín, esperará en su vientre la visita de otros villeros, de otros personajes de esos que uno se cruza todos los días rompiéndose el alma por dos mangos, o rompiéndose el alma no importa por qué. En su caldera, o en la de cualquier General Motors tirada a un costado de los pobres, se escucharán todavía las conversaciones sobre la Puta Vida. No hay ninguna duda.
Esa atmósfera compuesta y contradictoria que rodea a la villa, con aviones en despegue, trenes en arribo, camiones cargados rumbo al puerto, chimeneas mugrientas y por supuesto, ese inconfundible olor a río y las luces de los barcos del canal, cautivaron la atención de Haroldo, porque hay vida detrás de todo ese «polvoriento montón de latas” que poco tiene que ver, claro está, con la vida de allá arriba en los edificios autistas de la ciudad, habitados simplemente por ellos, por «los tipos” o «la bosta”, que al caso son lo mismo. Siempre hay vida en la prosa de Conti, hay vida en los ojos de pez moribundo del Boga que sangrante sube al no menos herido Aleluya para contemplar juntos el anochecer y transformarse ambos en una sola alma en pena; hay vida en aquellos profetas improvisados y arltianos que en sus cuentos hablan del futuro y todas esas cosas: a veces se trata de un estafador inmobiliario como Requena, a veces es el hermano de Lito que haciendo de padre primero lo muele a palos y después lo acompaña caminando con una mano en el hombro hablándole justamente de eso, de la vida. Claro que al hermano de Lito después lo mató la policía, y es ahí donde Haroldo se choca con Haroldo y no puede abandonar su compromiso político.

Esa es la vida en Conti, no hay otra ni ningún más allá. Haroldo halló el sentido literario de la vida del tipo común, muchos de ellos seguramente desgraciados, el pobre por pobre y el rico más pobre aún por pederasta o por tener «la sonrisa más desgraciada del mundo”. Haroldo fue un cazador de historias cotidianas, esas que te ponen la piel de gallina en piernas, brazos y cualquier lugar del cuerpo donde un pelo se atreva habitar.


ANRed agradece a Gustavo Moure la publicación de este artículo, originalmente en Cositas Escritas



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