26/11/2017

Crónica de un velorio y miles de muertes

sm.jpgFamiliares, amigos, compañeros que lo conocieron y otros que lo conocimos después del 1 de agosto, nos acercamos a 25 de mayo a despedir a Santiago Maldonado. Por Revista Cítrica.


La llegada al pueblo fue imprevistamente antecedida por un retén policial, bastante inusual en la zona. Cierto es que, en camino por la ruta 5, una caravana de unos veinte móviles policiales, -entre camiones, camionetas, ómnibus y celulares- de procedencia y destinos ignorados por quienes los describen- modificó sustancialmente el paisaje campestre, de trámite invariablemente sosegado de verde y ocre, y un intenso calor, que acompañó el viaje de ida.

Luego, las calles desiertas, durmiendo la siesta. Niños trinando junto a los pájaros en una plaza, montando sus bicicletas. Los murales de Santiago. Los amigos de Santiago. Las caras de Santiago, por todas partes, en afiches artesanales, en stencils, en el aire.

Santiago sonríe eterno desde un portarretratos, acompañando las lágrimas de su madre. La abuela, acompañada especialmente, detiene el llanto con un pañuelo apretado, acurrucado sobre su rostro. Santiago mira, desde el portarretratos. En esa foto, el Brujo tiene una risa imposible, de par en par, abierta, luminosa.

Pasan los familiares, los vecinos de Veinticinco, los compañeros, los amigos, los conmovidos. Un velatorio de pueblo, una esquina, a la hora de la siesta. Los perros se echan a la sombra, porque el sol es impiadoso. Se llora porque -tal vez- llorar es lo único que le queda a unos. Para otros, además del llanto, hay risas, porque eso inspiraba Santiago. Risas de fuerza, de lucha, de entrega.

Una mujer, de unos 70 años, atraviesa lentamente la casa velatoria. Enjuga lágrimas. Detiene su paso a mitad de camino, y quiere decir, quiere contar. Necesita. Primero en silencio, empapando el pañuelo, por lo bajo, saluda. Susurra condolencias, y concluye en su congoja: «Esto no debió pasar, pero hicieron que pase». Mientras, se abría paso hacia la calle, de la mano de una niña pequeña, quien preguntaba «por qué había que hacer fila para ver a Santi».

Los abrazos son apretados, fuertes, tratan de curar un poco, de reparar lo irreparable. Mamá y abuela se sostienen en muchos de esos raptos de amor. Santiago observa, tras su sonrisa, desde el portarretratos. Sus compañeros de lucha rompen en sollozos, enjugan, y siguen a su al lado, alternándose contra las paredes.

Llegan de a uno o de a dos, a veces de a diez, en grupos de personas, que saludan, y abrazan, a los deudos, a los amigos, tocan el ataúd que contiene a Santiago; se abrazan más, y siguen. Siguen como pueden, a cuentagotas.

Mamá a veces se sienta y apoya su mano derecha sobre la madera. Las luces de la sala son tenuemente cálidas. El sol mortecino de la tarde se cuela por los ventanales ámbar de la cabecera de la sala. Esa pared da a la calle. Mamá y abuela lloran por momentos, y confirman -ante cada abrazo fraterno- que la tristeza no tiene fin, y que se multiplica, reaviva, ante cada espacio de sosiego. Ellas abrazan a Santiago, que sonríe, y mira, y abraza también, desde un portarretratos.

Algunos amigos, que quieren estar allí, a veces no pueden. Se resisten a entrar a la capilla. Santiago ya no está allí, se dicen. Se fue a posar en cada una de las cosas, a fundirse con la esencia y la savia. A hablar de la libertad, como dice el himno de La Renga. Se bebe agua, se habla mucho, también hay muchos silencios sobrecogedores. Se sale a fumar en alguna sombra reparadora. Se sigue hablando, riendo y llorando, apretando el alma.

Mamá y abuela custodian, acompañan cada una, a ambos lados del ataúd. Detrás, una corona floral de sus familiares. Más allá, otro arreglo, enviado por Charly García y Mercedes Iñigo, con una frase que reza: «Los dinosaurios van a desaparecer». Y en el medio, Santiago sonríe para siempre, desde un portarretratos.

El paso por la capilla es incesante. Los compañeros y amigos cuentan, relatan, reviven, y Santiago está en cada una de esas palabras, de esos verbos. Santiago vuelve en cada aventura, en cada recuerdo, en cada anécdota. Santiago está en aquel viaje, en aquella comida, en ese tatuaje, en cada mural, en las calles de Veinticinco, en los árboles y bancos de las plazas, en banderas y afiches, en corazones.

Nadie que se haya convertido en remera podrá morir. «Y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira» dijo Galeano. El pibe, el nene, el Lechu, el Brujo, está por todas partes, en cada boca, como un eco, y en cada lágrima que riega mejillas y campos. En cada rostro compungido y en cada sonrisa, como la de él, ahí, entre los resplandores ámbar del vitral, sobre el ataúd, desde el portarretratos entre la abuela y la mamá.



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