18/06/2018

¿El opio de los pueblos?

Comenzó el mundial con sentimientos encontrados. La sociedad se entrega de lleno a la lujuria futbolera a la par que sigue la vorágine política. Algunos rechazan el entretenimiento más lucrativo del planeta y lo critican, pero a favor o en contra, en la Argentina todo gravita en torno al balón. Sentenciado como «el opio del los pueblos», el fútbol desde hace tiempo se ha convertido en una mercancía hipervaluada. Sin embargo, nadie niega la trascendencia política de este evento mundial. Pero aparte de presentarse como una oportunidad para direccionar voluntades y hacer negocios; ¿qué espacio queda para las expresiones populares que escapan a esas lógicas? En una sociedad futbolizada, la Copa del Mundo también es un terreno de disputa e incertidumbre. Los cánticos contra Macri y la reciente suspensión del «amistoso» en Jerusalén han evidenciado que el futbol no se reduce a un simple dirigismo entre cúpulas. Las tensiones sociales también maduran en tribunas y campos de juego. Por Federico Hauscarriaga para ANRed.


¿Es el fútbol ese deporte «estúpido» qué  lobotomiza nuestras cabezas? ¿Es el mundial la Meca de ese dopaje cultural que nos arrastra a la «inconsciencia social» de entregarnos a una fábula en la que 22 jóvenes multimillonarios portan la representación nacional como los principales aglutinadores del imaginario argentino? Un especialista en el tema, Pablo Alabarces, dice que vivimos una «suspensión voluntaria de la incredulidad» para darle paso a varias ficciones del sentido común. Pero a pesar de ello, una tribuna puede hacerse de un chauvinismo recalcitrante para insultar a un chileno o puede volverse contra la institución policial o contra su propio Gobierno.

El «opio de los pueblos» lo llaman algunos, evocando a Carlos Marx y al efecto narcótico proferido por la religión a la realidad del pueblo. Es que todo pasa por el tamiz del fútbol y todo se va futbolizando. La FIFA pareciera que se adueña de las cenas, de los almuerzos, de los intersticios en el trabajo, de todas las conversaciones. La frontera entre un electrodoméstico y la pasión futbolera se funden como nunca; una licuadora tiene el aguante de Mascherano o una afeitadora la velocidad de Messi. Las grandes usinas mediáticas se montan en contratos multimillonarios y el círculo se cierra en la orgía que concentra a los capitales más lucrativos del planeta tierra. De eso hay mucho para hablar. Pero a pesar de haber alcanzado el estatus de estandarización de «industria», el fútbol siempre ha mostrado sus fisuras.

En este Mundial también se han encendido hipótesis conspirativas sobre lo que sucederá detrás de «la cortina de humo» mundialera. Es sabido que todos los gobiernos, según su coyuntura, han intentado usufructuar esta «distención» que moviliza a la sociedad. El hecho más aterrador lo vivimos durante el Mundial 78′, cuando el propio Jorge Rafael Videla ingresó al vestuario peruano para arreglar la goleada que permitió continuar con la «Fiesta de todos». En esto hay tela para cortar y de la más colorida. El propio Benito Mussolini vino hasta las aguas del Plata para llevarse a punta de pistola a cuatro jugadores argentinos para ganar el Mundial en 1934. Hoy nadie niega que Vladímir Putin se ha anotado una victoria con la realización del Mundial en Rusia y continuar su estrategia geopolítica de volver a instalarse como súper potencia entre las sombras de China y Estados Unidos. Ahora bien, el opio displicente en nuestro país vendría a sedar una cataclismo de malas noticias que viene deteriorando las condiciones de vida y en donde el oficialismo trataría de surfear la ola futbolera para anestesiar el ajuste «necesario».

Esta situación parte de una convención incuestionable que atrapa desde los mas crédulos hasta los ultras ateos: el Mundial en particular afecta el humor social y que el éxito o fracaso de la Selección Nacional repercutirán de igual manera sobre el Gobierno vigente. Para el politólogo Andrés Malamud la ecuación sería invertida: una posible obtención de la Copa exaltaría los ánimos, trasladando el éxito futbolístico como exigencias al Gobierno lo que provocaría inestabilidad. Aunque hay varias versiones, todas suponen una incidencia del megaevento deportivo en el escenario social. Entonces la inmersión narcótica del fútbol no se limitaría a una mera distracción. El opio puede pegar mal y precipitar un escenario político no deseado.

En los escritos sobre religión, Marx agrega que la realidad fantástica que recrean las religiones es al mismo tiempo expresión del sufrimiento real: «La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo descorazonado». El fútbol atraviesa una situación parecida. Se vive desde ficciones construídas que garantizan el control o la reproducción social pero que no escapan a las constantes contradicciones sociales que emergen en el ambiente futbolero. A veces lo fantástico y lo real se funden.

En una entrevista televisiva del ya inexistente programa «El Aguante», un viejo hincha de Chacarita contaba cómo la tribuna desafiaba la prohibición militar cantando la marcha peronista y comentaba; «yo les dije, nosotros, con esta hinchada, recuperamos las Malvinas». Más allá de lo fabuloso del relato, el hecho narrado parte de ese sincretismo entre el fútbol y la política. Las expresiones a veces son explícitas: en los cánticos, en las banderas, en el lenguaje utilizado. Hoy, incluso, se ha trasladado a las redes sociales.

Hay referencias a la tenacidad del movimiento feminista para suplantar a la defensa o alusiones al reciente acuerdo con el FMI: «el problema del equipo está en el fondo». Hace unos meses los cánticos que bajaban desde las tribunas para atacar a Macri habían cobrado importancia de Estado. Y la reciente suspensión del partido contra Israel en Jerusalén fue un pasaje revelador: un certamen futbolístico cuyo único fin era sellar un acuerdo entre gobiernos que había sido bendecido por las instituciones del fútbol tuvo un espectacular traspié a orillas de concretarse, cuando la movilización internacional se interpuso a lógicas de lucro y de poder.

El fútbol ha dejado de ser «el reino de la lealtad humana al aire libre», como definía el pensador Antonio Gramsci para explicar que en estas «actividades marginales de los hombres se refleja la estructura económico-política de los Estados». En la actualidad no hay espacio para la lealtad cuando se trata de la mercancía cultural más lucrativa del planeta, y el Mundial su momento corolario. Pero ésto no impide que podamos ver el carácter dual que guarda este fenómeno que escapa a lecturas lineales.

La tradición intelectual ha mirado con sospecha lo popular y al fútbol como tal. También expresiones de la militancia se apuran a reducir al fútbol como un alienante social que impide el desarrollo de la conciencia. Más allá de condenar cada actividad que involucra a las masas y pensar a cada «estructura ideológica», en este caso al fútbol, como monolítica e inmóvil, sería más enriquecedor tratar de comprender sus propias dinámicas de conflicto, que expliquen cómo una tribuna termina puteando a un Gobierno o impidiendo un negocio multimillonario cuando todas las partes ya lo han acordado.

En estos treinta días que se vive puro fútbol seguro suceda algo más que simple entretenimiento y contratos millonarios.



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