15/10/2017

Menos muros y mas puentes: la disputa por el espacio colectivo

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Perdemos mucho si logran apagar las melodías del bocha en la estación. Aun que muchos no lo adviertan, se contrae la libertad y cada centímetro vale por lo costoso que es recuperarla. Alguien opinaba; «No se puede hacer música en una estación de trenes, no es el lugar”, mientras, siete muchachotes uniformados intimaban a enfundar el instrumento de Rubén para que se las tomara de la esquinita de una de las escaleras del puente que une las dos mitades de la ciudad. Otros se arrimaron para evitar que esto suceda. La coacción excede el carácter individual, sea el bocha, un vendedor o el simple transeúnte. Por Federico Hauscarriaga para ANRed/ Foto: Mariana Perez Lazarte.


El puente que el bocha habita todas las tardes con su bandoneón hace un tiempo atrás se le intento poner cerraja. La empresa que usufrutua los ferrocarriles decidió cobrar boleto para ir de un lado al otro de la ciudad. Es que en Temperley se construyeron demasiados muros y pocos puentes: entonces privar del puente a sus habitantes puede ser otra oportunidad para un pionner de los negocios. «Para circular abone el importe», la novedad venía adosada con la automatización de las boleterías y la llegada de los molinetes. Los vecinos se organizaron para impedir lo que parecía un hecho consumado. Las «autoridades» debieron ceder y liberar el paso.

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Esta lógica se extiende para recortar las aristas de lo colectivo. Se pueden adueñar de un espacio o lo pueden acechar, es por ello que proliferan plazas valladas, barrios cerrados, escuelas donde lo público pierde terreno. Pero en las áreas que todavía no son susceptibles al lucro aguardan las patrullas. Tomarse una cerveza, conversar o cantar un tango puede a meritar la indagación policial. Lo público está en disputa porque su ideario escapa a las reglas de lo privado, se brinda como territorio para el encuentro, para la improvisación, para lo colectivo. Nadie puede decir «es mi casa» hay que confluir con el otro. Sus habitantes en mutuo acuerdo pueden erigir reuniones, celebrar festividades u organizar una asamblea como la surgida durante el 2002 en pleno «Que se vayan todos” en la misma plaza donde, ayer, se realizó un festival para aguantar al bocha.

El vigía, que todo lo ve, posa sus ojos sobre los espacios en donde aún queda aire. Rajar a un tipo que vende alfajores, increpar a un malabarista, correr a Rubén, no son casualidades esporádicas, responden a una estrategia que se profundizo con la llegada de esta Gobierno. Rudolfo Giulani, el duro alcalde newyorkino, aconsejaba saturar de presencia policial y actuar contra los pequeños delitos en los espacios públicos. Gracias a estas directivas el control en Estados Unidos llega a los extremos de encarcelar a jóvenes que venden limonada en un parque o a parejas que bailaban en lugares «prohibidos».

Alguien ideo una vil mentira que reza; «el Estado somos todos»: nunca lo somos, a veces estamos más fuertes y otras más débiles para el reclamo. La policía detiene y asesina a un joven trabajador a la par que un funcionario municipal intenta convertir una plaza en un playón para patrulleros, esto también sucedió en Temperley. Pero otra vez los vecinos intervinieron movilizados, pidiendo justicia o evitando que el espacio social se torne una dependencia policial. El espacio público que no se puede privatizar, se controla y el Estado vela por ello.

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Se podrá argumentar que la delincuencia es el leitmotiv para la avanzada contra las libertades de la sociedad civil. Es que en cierta manera es así. Pero el Estado es el principal instigador en sus repliegues de funciones vitales; al no asegurar trabajo, salud, educación. Pero, ala vez, irrumpe en los espacios colectivos, donde quizá surja una respuesta. Una doble intervención qué se retroalimenta, por un lado genera las condiciones, por el otro, acrecienta el control. El círculo vicioso se completa con las propias instituciones estatales encargadas de velar por nuestra «seguridad» como organizadoras del crimen y los medios de comunicación creando ambientes propicios para que el discurso llegue a la mesa.

Las ciudades no escapan a la ideología. El glamour de París en el siglo diecinueve no ocultaba sus anchas calles para el facil traslado de tropas que repriman la protesta social. Las urbes se han desarrollado a gusto y piacere de la producción y el consumo. Ciudades para automóviles y peatones relegados a veredas intransitables, a transporte publico ineficiente. La gentrificacion es la transformación espacial de la ciudad. La fiebre constructora encarece los costos de vivienda. La marabunta inmobiliaria embate contra lo poco que queda; La reserva natural Santa Catalina o el Parque Finky pasaron por esa prueba. Los vecinos autoconvocados lograron resistir.

Entonces que nos queda: abandonar las ciudades como dicen algunos. Destruirlas como algunas ves intento Pol Pot. Ya no es posible la reclusión. El negocio inmobiliario incendia bosques en Córdoba, asesina campesinos en Santiago del Estero y expulsa a nativos de sus tierras. La amenaza extractivista llegan a los confines más remotos. No hay posibilidad.

Debemos habitarlas. Apropiarnos de nuestra ciudad. Lidiar con el otro, comprender lo «nuestro» es confluir en la diferencia. En el puente alguien «toca algo» para juntar cinco guitas o simplemente para mostrarse. Otros escuchan mientras vuelven de la jornada. Alguien sobrevive vendiendo medias o pidiendo limosna mientras el otro compra barato. Cada individuo es un socio de nuestro habitad y esto implica necesariamente involucrarnos: Debe continuar sonando el fuelle de Rubén y nosotros retrasar el paso por la escalinata para tararear algún valsecito. Los espacios públicos están determinados por donde vivimos, donde trabajamos y como interactuamos con él, pero lo público siempre está en disputa.

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