24/11/2018

El pan dulce del cesante

Entre 1928 y 1932, Roberto Arlt publicó en el Diario Crítica sus «aguafuertes» porteños. De dicha columna compartimos un relato cuya vigencia impresiona. En tiempos de crisis económica, con desempleo creciente y en vísperas de las fiestas, donde las publicidades atormentan a un sector de la sociedad que no puede acceder ni siquiera a consumos elementales, resulta pertinente recordar lo expresado por esta pluma.  

Ilustración: Carla Grossi / www.carugrossi.blogspot.com 

El pan dulce del cesante

Por Roberto Arlt (1900-1942)

Usted ha entrado con toda naturalidad a una confitería, y ha encargado su pan dulce, su turrón y su vino, con la serenidad de un hombre que cumple los ritos familiares que consagran las fiestas de fin de año. Usted ha entrado con toda naturalidad; pero ¿me permite? Le voy a reproducir un diálogo, el terrible diálogo del pan dulce que estalla hoy en muchas casas.

Protagonistas: un hombre y una mujer. Hombre flaco, mujer flaca. La mujer puede estar inclinada sobre una batea o secando platos en una cocina. El hombre podrá estar arrancándose los pelos de la barba con una gillette consuetudinaria, en mangas de camisa y con la mitad de la barba afeitada y la otra mitad con barba de cinco días, escondida en la espuma de jabón.

El diálogo patético

La mujer: ¿Sabés? Habría que comprar pan dulce. Nunca hemos pasado una Navidad sin pan dulce.

El hombre: Cierto. Ni el año que me rompí la pierna.

La mujer: Ni el otro año en que estuviste enfermo de apendicitis.

El hombre: Ni aquel año, ¿te acordás?, en que se murió el nene.

La mujer: Ni tampoco aquel en que vos perdiste el empleo.

El hombre: Sí, pero teníamos ahorros.

Silencio. La mujer coloca los platos en un estante.

El hombre se enjabona la otra mitad de la cara, donde se ha coagulado la espuma del jabón amarillo. La mujer suspira; se mira los brazos un momento, luego:

La mujer: Habría que comprar pan dulce. Será muy triste para los nenes. Los chicos de todos los vecinos salen a la puerta con un pedazo en la mano. Y vos sabés cómo son los chicos; aunque no quieran, miran con ganas.

El hombre (pensativo): Cierto, miran con ganas.

La mujer: Y vos sabés cómo son los chicos…, sufren y no dicen nada…

El hombre: Es así…, pero, no hay plata…, no hay, m’ija. ¡Maldita navaja! No corta…

La mujer (patética, sentándose en la orilla de una silla): Esta miseria… (el hombre vuelve bruscamente la cabeza) no te lo digo porque vos tengás la culpa… no…

El hombre (dejando la maquinita de afeitar en el quicio de la ventana): No tengo un cobre, m’ija. Fui a pie al centro. Estoy fumando puchos viejos. Maldito gobierno.

La mujer: ¿Y Juan, no te puede prestar?

El hombre: Le he pedido mucho.

La mujer: ¿Y no hay nada que empeñar? (como hablando sola): ¿Por qué será esta vida así? Habría que comprar aunque fuera medio kilo de pan dulce. ¿Sabés? El pan dulce… yo no sé….Vos ves el pan dulce, y la fiesta parece menos triste. ¿Me entendés?

El hombre: Sí, sí, ya sé.

La mujer: Hasta las sirvientas, ¿quién?… hasta el más pobre hoy tiene pan dulce en la casa. Hoy, al mediodía, lo vi pasar a Don Pedro con su paquete. Todos pasan con un paquete… (la mujer cansada y triste, cierra los ojos evocando paisajes idos. Apoya el mentón en la palma de la mano, el codo en la rodilla, y en la frente se ahonda una arruga).

El hombre: ¿Y cuánto cuesta el kilo?

La mujer: Dos cincuenta. Medio kilo sería… uno y veinticinco. Hay que comprarlo. Los chicos no pueden quedarse mirando cómo comen los otros, ¿sabés? (Una voluntad sorda endereza la espalda de la mujer al pensar en los hijos. Mira con energía al hombre, en ese momento es casi su enemiga. En cambio, el hombre se abolla más en su impotencia egoísta. Pero mira a la mujer y la siente grande, grande a pesar de su fealdad, de sus brazos flacos, de su cara arrugada. La mujer, a su vez, piensa: “¡Y éste es el hombre, cuando el hombre y la mujer somos nosotras! El hombre es otra cosa sin nombre.”)

El hombre: Sí, hay que comprar el pan dulce. Un peso y veinticinco. A ver…

La mujer (dulcificada): Tenés ese traje que está un poco arruinado.

El hombre (tratando de salvar el traje): También hay un triciclo del pibe, que ya no lo usa casi…

La mujer: No, el triciclo no. Además, si vendés el traje…

El hombre: Cierto, se puede comprar, además, un poco de turrón. (Piensa: “Al fin y al cabo, también me compraré una caja de cigarrillos. No es mal negocio.” Entusiasmado): Sí, hay que comprar el pan dulce. Váyase al diablo el traje. Los chicos…

La mujer: Te darán quince pesos por el traje…

El hombre (pensando en la caja de cigarrillos): Aunque me den diez, lo largo…

La mujer: No. Pedí doce cincuenta, lo último. Y te comprás un kilo.

El hombre (súbitamente avergonzado de su egoísmo): ¿Y vos?, ¿no querés nada?

La mujer (sonriendo con sonrisa cansada): No, m’ijo. No quiero nada. ¡Ah! Comprate cigarrillos.

Silencio.

Luego los dos fantasmas se han quedado en silencio.

Cada uno con los pensamientos por su lado. La mujer en su pasado; el hombre, en su futuro. La mujer, en lo que debe hacerse; el hombre en lo que puede hacer para él. Una generosidad y un egoísmo, siempre clavados de frente, siempre forcejeando en lo oscuro de su conciencia.

Diálogo de muchas casas

Juro que en muchas casas ha reventado hoy este diálogo de penuria y de angustia; que muchas mujeres flacas han pronunciado estas palabras que he escrito, y que muchos hombres han inclinado la cabeza con el alma arañada por esta miseria de un peso y veinticinco que cuesta medio kilo de pan dulce.



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